Diario de León
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Canto rodado | ana gaitero

Las calabazas y los disfraces de brujas, esqueletos y zombis han tomado la calle, el comercio y las convocatorias de las redes sociales para celebrar el puente de Todos los Santos. Halloween, que entró como una bocanada de bilingüismo en los colegios britishm, quiere arramplar con la larga tradición de ánimas y purgatorio arraigada por la religión católica.

Parece herejía que los niños y las niñas de La Cepeda celebren Halloween y que la asociación Rey Ordoño de Villamejil haya preparado para la ocasión una vistosa exposición de calabazas cultivadas en las huertas del pueblo con primor. Bien pensado, no parece lógico que sólo el mundo urbanita tenga bula para abrazar tradiciones sajonas.

Casi habría que felicitarse de que aún queden criaturas en el pueblo y, más aún, de que sus habitantes no hayan caído en el común hábito de la desgana y la desidia colectiva. No quiere decir que todo valga, pero lo cierto es que algo tienen en común la noche de todos los santos y la noche de halloween.

Ambas son un conjuro a la muerte, ese destino seguro que evitamos afrontar a lo largo de la vida en la sociedad del consumo y los placeres (¿?) pero que desde que la humanidad habita sobre la tierra ha sido motivo de culto, misterio y cultura colectiva. En pleno siglo XXI, en México por ejemplo, la fiesta de los muertos mezcla es un sincretismo de las tradiciones cristianas con los ritos de sus culturas prehispánicas.

En el milenario reino de León de siempre se aprovechó estos días para ayudar a las ánimas en pena a pasar el purgatorio e incluso se las proporciobaba alimentos, como las castañas en el Bierzo, y bebida. Y en los pueblos han estado muy vivas durante siglos las cofradías que unían a la gente para asegurarse el ritual necesario para pasar a la eternidad a su manera. La muerte es la última etapa de la vida y como tal habría que afrontarla.

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