Diario de León

Desde Ucrania | Marcos Méndez

Bucha

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Entramos en Bucha. Después de cinco semanas ocupada por el ejército ruso, el sábado fue por fin liberada. Llegar hasta allí es como vivir una película apocalíptica. Los diez últimos kilómetros estaban llenos de coches destrozados, agujereados como coladores. Uno de ellos llevaba escrito bien grande en los laterales la palabra niños. Poco antes de esos diez kilómetros infernales dimos con el lugar donde se libró una de las últimas batallas. Contamos más de diez tanques rusos.

Desparramadas por la carretera las bolsas de comida que llevan los militares, tenis, cascos, extremidades arrancadas de los cuerpos por las explosiones. Dentro de los tanques aún quedaban los chicos y chicas que algún día fueron, convertidos en una masa negra de nylon derretido pegado a los huesos, aún humeantes y con un olor de esos que ya nunca se te va de la cabeza.

 

Bucha es una ciudad de 30.000 habitantes. Fue a la vez que Irpin el escudo que salvó a Kiev y al Gobierno ucraniano de caer. Allí llegaron los rusos a los poco días de comenzar la invasión, y allí encontraron la férrea determinación ucraniana por detenerlos. No pudieron ir más allá, 15 kilómetros los separaron esas cinco semanas de su objetivo final, la capital. Cinco semanas que los que aguantaron en Bucha no van a olvidar, que el mundo no debe olvidar. En la ciudad quedaron sobre todo las personas más mayores. Los rusos iban casa por casa buscando a los hombres y de paso saqueándolas, cuando no ocupándolas por la fuerza y obligando a sus propietarios a abandonarlas. Bueno, a los que tenían suerte y se libraron de ser ejecutados. Así nos lo contaban esta mañana.

 

Veíamos cómo la gente comenzaba a asomar las cabezas por las puertas, se aseguraban de que era seguro salir y corrían a abrazarse al primero que veían, a veces éramos nosotros. No le puedes negar que te den la mano ni ese abrazo a nadie, por más que lleven cinco semanas sin agua, ni electricidad y lo primero que te llega al cerebro es el olor, profundo, denso, pegajoso, el olor de haber estado en el infierno. No hay calle en Bucha que no haya sido bombardeada o tiroteada. Aún están contando sus muertos. Algunas mujeres salían a la calle con el carro de la compra por ver si encontraban algo de comer en alguna parte. Algunos de los hombres, ebrios -y hay que entenderlos- levantaban el puño en señal de victoria cuando pasábamos a su lado.

 

Yarik me dijo: «No debemos juzgarlos». Grabamos, tuvimos que echar mano de toda nuestra amabilidad para despedirnos de algunos de esos vecinos que nos querían contar todo lo que habían vivido, las cinco semanas jornada a jornada. Pero si no nos marchábamos no podríamos haber enviado las imágenes. En Bucha llevan semanas sin comunicaciones, y sin cobertura nuestro trabajo habría sido en vano.

 

Enviamos, conectamos en directo y volvimos para la capital. Almorzamos y después estábamos invitados a una fiesta. Una fiesta por supuesto alegal. Le dije a Yarik que por mucho que me apeteciera, yo mejor me iba a dormir. Lo intenté. Avisé a los jefes y compañeros que iba a estar un par de horas desconectado. Me duché durante veinte minutos. Fregué y refregué pero seguía oliendo. El cuarto del hotel, las paredes, el desodorante... Todo me olía a muerte y a los muchachos quemados.

 

Me metí en la cama y no pude parar de llorar. Ese lloro que te viene de la tripa, del diafragma y hace que te muevas como un poseído. Pensaba en las madres de esos chicos, todas con la cara de la mía, allá en una aldea perdida de Siberia, que esta noche aún rogarán para que su hijito vuelva a casa. Pensaba en esos hombres y mujeres que después de toda una vida vieron cómo disparaban a sus vecinos mientras trataban de esconderse en el desván o en el sótano. Pensaba en todas esas cosas y no podía dejar de llorar. Sé que esto no es periodismo, permitídmelo, es un desahogo, porque hoy vine, oí y olí cosas que nadie, nunca, debería ver, oír ni oler.

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