Diario de León
Publicado por
José-Román Flecha Andrés
León

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Cada día su afán

En los primeros días de febrero se nos presenta con una cierta insistencia la campaña contra el hambre. Con demasiada frecuencia pensamos que el hambre se debe a la escasez de alimentos, causada a su vez por la falta de agua o por el avance de los desiertos. Ciertamente son fenómenos preocupantes.

Pero caben también otras reflexiones. En una homilía en un tiempo de hambre, ya en el siglo IV decía San Basilio: «Nosotros recibimos, pero no damos a nadie… Cuando tenemos hambre comemos, pero pasamos de largo junto al necesitado… Nuestros graneros y depósitos son estrechos para tanto como metemos en ellos, pero nosotros no nos compadecemos de los que padecen estrecheces».

Aquel clamor se ha repetido muchas veces a lo largo de los siglos. Más cerca de nosotros, San Juan de Ávila escribía en el siglo XVI que «si solos los necesitados hubiesen de ser socorridos, y tan limitadamente como nosotros queremos socorrer solamente a los pobres, bien podríamos olvidar cómo nos socorre Dios».

Así pues, no se trata sólo de hacer beneficencia. En su exhortación «La alegría del Evangelio», el Papa Francisco ha hecho suyo este pensamiento de los obispos brasileños: «Nos escandaliza el hecho de saber que existe alimento suficiente para todos y que el hambre se debe a la mala distribución de los bienes y de la renta. El problema se agrava con la práctica generalizada del desperdicio» (EG 191).

Al tema del desperdicio y del descarte se ha referido el Papa con mucha frecuencia. Una parte de la humanidad parece ocupada en mantener un consumo desenfrenado y preocupada tanto por mantener los precios como por llevar una dieta equilibrada. Pero tres cuartas partes de la humanidad están preocupadas por no morir de hambre.

El día 16 de octubre de 2014 el Papa Francisco enviaba un mensaje al director general de la FAO, con ocasión de la Jornada Mundial de la Alimentación, que había de hacerse eco «del grito de tantos hermanos y hermanas que en diversas partes del mundo no tienen el pan de cada día».

Frente a este dato tan grave, el Papa pensaba «en la enorme cantidad de alimentos que se desperdician, en los productos que se destruyen, en la especulación con los precios en nombre del dios beneficio». Según él, no basta promover un reparto más justo. Hay que pensar que «quienes sufren la inseguridad alimentaria y la desnutrición son personas y no números, y por su dignidad de personas, están por encima de cualquier cálculo o proyecto económico».

Hay que aprender la solidaridad. Pero la obligación de la solidaridad «no puede limitarse a la distribución de alimentos, que puede quedarse sólo en un gesto técnico, más o menos eficaz, pero que se termina cuando se acaban los suministros dedicados a tal fin». Hace falta un cambio de mentalidad y de estructuras, y una mayor educación de los pueblos en vías de desarrollo y de las personas que forman las bolsas de pobreza en los países ricos.

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