Diario de León

LAS RECETAS DEL HAMBRE

Lagartos, culebras, ratas, cigüeñas, gatos... así se comía en España durante la guerra y la posguerra, un país que se alimentó con lo que había, cocinó lo que parecía incomestible y le echó mucha imaginación al hambre

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De aquellas hambres, estos colesteroles. La frase no es mía —ya me gustaría— sino de Inés Butrón, autora de ‘Comer en España: de la subsistencia a la cocina de vanguardia’ (2011), y resume a la perfección la evolución de la gastronomía española en el siglo XX. La cocina molecular, la revolución de las altas espumas y el fenómeno bulliniano sólo se pueden explicar a partir de un país en el que nunca hubo mucho de comer y luego, en un momento dado, no hubo nada de nada.

De aquella absoluta carestía de posguerra se pasó en apenas tres décadas a la abundancia y finalmente, allá por los 90, al esnobismo de quien ya está saciado y necesita darle una nueva vuelta de tuerca a la comida. De repente la cocina no fue necesidad, sino arte.

El condumio contundente y los pollos asados con los que soñaba Carpanta se sustituyeron por bocados etéreos, aires, humos, espumas. Ahí donde la ven, tan fina y elegante, la gastronomía intelectual nació para superar un trauma de estómagos vacíos.

El hambre que hace 80 años sufrieron los españoles sigue estando presente en nuestra actual relación con la comida. Es la misma que nos empuja a agasajar, a invitar, a que nadie se vaya con apetito de nuestra casa ni de una boda sin la tripa a reventar. Es la que moldeó, quisiéranlo o no, el alma y el cuerpo de héroes de los fogones modernos como Benjamín Urdiain, primer chef español en ganar tres estrellas Michelin, nacido en 1939, o Juan Mari Arzak, líder de la Nueva Cocina Vasca, nacido en 1942, o de Elena Santonja, quien nos enseñó a cocinar a todos en ‘Con las manos en la masa’ y vino al mundo en 1932.

No sé si Santonja habló alguna vez de su infancia en televisión, pero por la edad que tenía debía de acordarse vívidamente de los primeros años 40, cuando toda España se sumió en un oscuro período de autarquía, racionamiento y hambruna. Aunque unos padecieron más que otros, el recuerdo del desabastecimiento se convirtió en el elemento común de esa generación que jamás tiró a la basura el pan duro ni la fruta pasada. La que creció menos de lo debido por falta de leche y pan. Serían sus hijos, los niños de la abundancia o ‘baby boomers’, quienes queriendo olvidar el ansia del hambriento cambiaron el cocido por su esencia deconstruida.

Mirada de reojo a la hambruna

Parece mentira que siendo tan significativa en nuestra historia reciente, la hambruna de posguerra haya recibido hasta ahora poco más que una mirada de reojo. A nosotros nos daba vergüenza y a los académicos, respeto. La recuperación de la memoria histórica había dejado de lado la alimentación o la había tocado sólo de manera tangencial, para refutar aquel relato oficial con el que Franco quiso hacernos creer que todo se debió a la «pertinaz sequía».

El rugido de estómagos fue en realidad provocado por la política económica del régimen y su apuesta por la autarquía y el intervencionismo, pero el franquismo nunca admitió la realidad del hambre. Por eso no hay cifras oficiales de muertos por inanición o causas relacionadas con la desnutrición, aunque hay expertos que estiman que entre 1939 y 1942, los años más duros, fallecieron en España 200.000 personas por no tener suficiente para comer.

Seguro que todos ustedes tienen historias sobre el hambre, sufridas en primera persona o escuchadas de padres y abuelos. El pan tan negro como el carbón —e igual de incomible—, el gato guisado que sabía a conejo, las hierbas arrancadas de cualquier sitio para hacer sopa o el café de algarrobas han poblado los relatos familiares pero pocas veces se han puesto negro sobre blanco, menos aún en un libro de cocina.

Las recetas del hambre nunca fueron apuntadas con el mimo que caracteriza a los demás saberes gastronómicos ni se transmitieron con orgullo de madre a hija. Formaban parte de algo vergonzoso, indigno, que nadie quería reconocer y menos recordar.

El recetario que nadie quiso escribir ha tardado ocho décadas en llegar a nuestras manos, pero desde el 3 de mayo es una realidad editorial: se titula ‘Las recetas del hambre: la comida en los años de posguerra’ y es obra de los antropólogos David Conde y Lorenzo Mariano, que en 2020 ya se adentraron en el amargo sabor de la hambruna extremeña con ‘Cuando el pan era negro’.

Hay libros de cocina bonitos, otros interesantes, la mayoría prescindibles. Luego hay algunos, contadísimos y excepcionales, que desde la comida —y en este caso, también desde la ausencia de ella— consiguen explicar un país, una sociedad, un siglo y casi una gastronomía entera. Y ‘Las recetas del hambre’ es uno de ellos.

Leyéndolo entendemos por qué nuestro abuelo decía lo que decía, por qué la abuela comía lo que comía y por qué nosotros somos como somos. Entremezcladas con las preciosas ilustraciones de José Carlos Sampedro vienen recetas que de puro esenciales resultan modernísimas (verán como algún chef estrellado se inspira...), datos, contexto histórico y testimonios que encogen el corazón porque se parecen demasiado a lo que tantas veces hemos oído en casa. Todos somos hijos del hambre.

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