Cuando el cáncer llegó a mi vida: "La luz siempre regresa tras los días oscuros"
Emotivo y esperanzador relato en primera persona de una paciente oncológica de León: "A todos los enfermos de cáncer por su arrojo y valentía, aferrémonos a la esperanza"

Paciente oncológico recibe su tratamiento.
Sólo un instante, una pequeña décima de segundo, dista para que una única palabra te empuje al abismo, para que la existencia en la que hasta entonces estabas instalada se diluya como un azucarillo en el café, para que tu vida cambie para siempre, para que el precipicio se asome amenazante, para que por vez primera el presagio de la muerte llame al miedo más inquietante… Un miedo atenazante, que te envuelve hasta que te paraliza. Una aterradora sensación indescriptible que jamás te hubieras imaginado. Es el instante en que un doctor te comunica en Urgencias, con la cara desencajada, que las pruebas han hallado una masa en tu cuerpo. Se resiste a pronunciar la palabra cáncer, pero nada puede ocultar ni amortiguar la evidencia de un diagnóstico donde no cabe duda. Todo se derrumba y las lágrimas comienzan a brotar, la incredulidad, la incertidumbre y el miedo; siempre el miedo…
¿Cómo es posible? Tres horas antes trabajaba como cualquier otro día, planificaba ya el verano que estaba a punto de asomarse con sus días azules, pensaba en llegar a casa para cenar y ver el siguiente episodio de la serie del momento, las fiestas de San Juan y su alborozo se avecinaban…; y, de repente, no sales del Hospital de León. Todo funde a negro y empieza otra vida, una vida que derriba a la anterior, aniquila tu perspectiva de la existencia conocida hasta aquel momento y muta hacia un mundo desconocido, a otra realidad.
Arrecian como un tsunami el shock, el desconsuelo, las largas noches de insomnio y mañanas de lágrimas, la zozobra y el terror. Una marea de cariño te conmueve y estremece. Tu familia, tus amigos, todos tus compañeros de vida que te rodean y te quieren sufren contigo y tampoco pueden disimular su impacto y preocupación. Viajes para más pruebas, búsquedas de una segunda opinión y mil temores a decisiones apremiantes.
Tras algo menos de un mes, el primer encuentro con el oncólogo, previo paso por el quirófano para que los médicos conozcan de primera mano el alcance de esa masa tumoral que te invade. Hasta entonces hilvanas en tu cabeza como puedes diagnósticos, consultas y resultados de infinidad de parámetros. Ese día, el espejo de tu enfermedad al que el oncólogo te enfrenta hace que tomes profunda y brutal conciencia de qué es el cáncer y cómo campa sobre tu cuerpo. Mil preguntas, respuestas, abanico de tratamientos, historias de otros pacientes, el miedo alcanza niveles insostenibles y la idea de la muerte se instala con tesón y sin respiro. Nada aún de posibles cirugías, la quimioterapia será la clave.
El shock no se aleja, continúa marcando el paso, aunque pronto tomaré conciencia de mi enfermedad. Semanas después algo cambia y llega el momento de la aceptación. Tal vez fueron la dureza de aquellas primeras sesiones de quimio --con ocho horas enganchada a una máquina que pita con sus distintas bolsas de medicaciones-- y el contacto con otros pacientes oncólogicos y sus dramáticos y también esperanzadores testimonios los que me hicieron despertar a la realidad. El hospital se convierte en tu hábitat y por vez primera conozco las costuras internas de un sistema público de salud que impresiona en su respuesta, atención y medios.
Con la quimioterapia la oscuridad de ese pozo en el que por ahora te encuentras baja nuevos peldaños, los del abismo. Vuelves a casa con los efectos secundarios tras cada sesión. Durante varias jornadas, la vida se apaga y comienza una lucha titánica contra ti misma para superar cada día todo ese sufrimiento: náuseas, temblores, abatimiento absoluto, dolor, lágrimas, negros pensamientos, miedo; otra vez el miedo… Nada ni nadie pueden evitar tu soledad y angustia; con frecuencia también la rabia y el desconsuelo ante la incertidumbre te invaden y mutas en un ser insoportable y hostil hacia todo lo que te rodea.
Perder el pelo, hasta quedarte completamente calva a las tres semanas de la primera sesión de quimio, marca uno de los episodios más devastadores de la enfermedad. Otro baño de realidad que visibiliza el cáncer por todos tus poros, un sufrimiento que hace de nuevo retumbar todo tu cuerpo con un enorme dolor. Nadie quiere ser un enfermo, llevar un símbolo, como un pañuelo o un gorro en la cabeza, que grite a los cuatro vientos que eres un paciente oncológico. La alternativa, la peluca, ayuda, pero me resistí porque pretendía dar normalidad a una enfermedad que no debemos estigmatizar, ni ocultar. Hablar sin cortapisas de ella me ayudó de forma determinante en esta fase para sanar mi interior y reconciliarme conmigo misma y mi dolor.
Aprendes a navegar en esas aguas tempestuosas, a conocer que siempre vuelve a amainar, a escuchar a tu cuerpo, a gestionar y dosificar preguntas e incertidumbre, aunque no puedes evitar sentir pánico y miedo ante las revisiones y consultas periódicas con tu oncólogo. La vida siempre regresa tras esos oscuros días posteriores a la quimio y, como un pequeño pajarito, comienzas de nuevo tu vuelo. Así, una y otra vez cada 21 días durante el primer medio año tras el diagnóstico.
También llegan las buenas noticias, el tratamiento cumple su misión y los niveles tumorales bajan muy significativamente. La cirugía comienza a vislumbrarse y con ella la puerta a la supervivencia a uno de los cánceres más agresivos que se conocen. La obsesión por ser candidata a esa operación y cumplir todos los requisitos para conseguir la intervención, fuera de la provincia en un hospital de referencia, inunda todas las horas del día. Hasta que por fin una doctora te da la noticia de que serás operada por uno de los mejores equipos de cirujanos del país. No puedo describir la emoción de ese momento, mi gratitud, mis lágrimas y mi esperanza en ese nuevo paso en la lucha contra esta enfermedad.
Una enfermedad llamada cáncer que me enseña cada día las lecciones más importantes de mi existencia, sobre todo, a amar a la vida sin condiciones, a dar las gracias por la oportunidad de poder enfrentarme a ella con una fuerza casi sobrenatural que nunca había conocido; a mostrar mi gratitud infinita a la medicina, la ciencia, la investigación y a Dios; a disfrutar y exprimir cada instante y a querer con toda mi alma a mi familia, mis amigos y a tantas personas que siempre están cerca. Me dan la mano en los momentos más oscuros y celebran conmigo cada triunfo, entre ellos mi querido oncólogo y todo el equipo de enfermería que vela por mí. Me conmueve el cariño, entrega y entusiasmo de cada uno de ellos ante cada paso hacia delante que doy. Sin ellos todo sería imposible. También mi sufrimiento llega con su dolor ante mi enfermedad, los desvelos y la preocupación que invaden a los que más te quieren por este cruel cáncer que en realidad marca todas nuestras vidas.
La cirugía trajo nuevos miedos, el temor al quirófano, a una operación de ocho horas, a un rescate extremo, como lo denominan en el argot médico, a una estancia larga en otro hospital lejos de León, a la vuelta a casa… Recuerdo aquellos días como en una nebulosa con la sedación, las cicatrices, las visitas médicas, los cuidados, los primeros pasos por los largos pasillos y los mimos de familia y amigos.
Y con la pandemia a la vuelta de la esquina, la amenaza del covid dio un nuevo giro a mi incertidumbre y miedo con un salto al vacío ante un virus del que nadie atisbaba a conocer su alcance, aunque las advertencias de que podía matarme ante mi débil sistema inmunitario llegaron rápido. El largo confinamiento en pleno postoperatorio sólo dejó en el hilo telefónico mi comunicación con cirujano y oncólogo. Meses sin pruebas que me llenaron de zozobra y angustia ante la falta de noticias sobre mi evolución. La voz y las palabras de mis doctores me reconfortaron y lograron tranquilizarme. Mi recuperación alcanzó pronto velocidad de crucero y con ella casi un año después de la cirugía pude volver a trabajar. Sólo fueron ocho meses, pero la sensación de recuperar mi vida y que el pulso de la normalidad regresaba me invadió de bienestar y felicidad. La pandemia me obligó a trabajar desde casa. Nunca volvería ya a mi empresa.
Medio año después las pruebas evidenciaron mi primera recaída, llegarían otras, y todo vuelve a empezar. Mazazos difíciles de digerir, justo cuando todo transcurre en calma, con mi vida palpitando como nunca antes. Regreso a la quimio y de nuevo baja laboral, hasta el temido y demoledor momento de tener que abandonar tu trabajo para siempre por prescripción médica y legal.
Han pasado ya algo más de cinco años desde que me diagnosticaron cáncer, una gran cirugía, una pandemia y casi treinta sesiones de quimioterapia en distintos momentos y la capacidad de superación del ser humano no deja de sorprenderme en cada envite de la enfermedad: caerse y levantarse para tratar de seguir y seguir. Cada día cuenta y no valen lamentos, ni quejas porque la vida es algo tan extraordinario y bello que no podemos, no debemos perder; no ahora; no tan pronto; no sin luchar hasta nuestro último aliento. En este largo camino, amigos queridos han muerto por esta cruenta enfermedad, no hay día que no les recuerde. Llevo grabadas a fuego sus enseñanzas, sus valiosas palabras, su impactante esfuerzo por aferrarse a este mundo y todos los momentos de esperanza y amor por la vida que atesoramos juntos.
****A todos los enfermos de cáncer por su arrojo y valentía ante la enfermedad, su ejemplo diario de superación, denodada lucha por la supervivencia y amor sin límites por la vida. Aferrémonos a la esperanza. Cada día cuenta.