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DE LAMER eran antes y ahora lo son de pegar. Este drástrico cambio en los sellos o estampillas de correos sintetiza la transformación de un país y de las cosas. Nos hemos pasado años y años lamiendo la espalda de Franco o chupándole el cogote al rey cada vez que franqueábamos una carta y durante un rato el pegamín de aquellos sellos nos impregnaba el paladar con un regusto a goma arábiga que no se nos iba ni con escupitajos. Hemos engullido química de pegamentos hasta hartarnos. La compensación de este mal trago estaba en que, después de salivar el sello y colocarlo en el ángulo superior del sobre, le arreábamos un puñetazo de fijación que entrañaba un cierto gesto de venganza, un alivio de furias. Toma. Y había quien apuraba el ingenio de la rebelión y colocaba los sellos boca abajo por ver si al titular de la efigie de estampilla se le bajaba la sangre a la cabeza y estallaba en congestión, que no había caso. Con los autoadhesivos de ahora ya no ocurren estas cosas. Incluso se ven pocos reyes en las cartas porque el común prefiere sellos de colorines, centenarios y homenajes. A Cela le acaban de sacar uno y Umbral se ha puesto cachondo y rendido con el maestro. Ni tampoco ahora se despegan al vapor las estampillas mal matadas, los sellos recuperables para reutilizarlos. Se desprecian, de la misma forma que ya nadie los recorta para mandarlos a las misiones (jamás entendí en qué ayudaba al misionero un sello vulgar e inservible). Ni se zurcen hoy los calcetines con tomate en la talonera, ni se cosen o reparan prendas o abrigos; se tiran y a por otro. Con los zapatos, otro tanto; por no hablar de ese rótulo que ya no se ve en las mercerías, «se cogen puntos de medias». Hay quien se pregunta si este despilfarro es efectivamente un indicativo de desarrollo, una confirmación de que España va bien. También en su día la ubérrima Argentina iba bien por tenerlo todo y ahora va de culo (aunque Kirchner la ponga de lado). A la industria le vendrá bien tanto consumo y despilfarro, pero tirar lo que aún vale o es aprovechable (si no a uno, sí a otro) es escupir al cielo y tentar la desgracia. Tal es así, que el mejor regalo que podríamos hacer a los dolientes del tercer mundo pobre sería enviarles nuestros contenedores. Al setenta por ciento de nuestra basura sabrían encontrarle utilidad y dicha.