Diario de León

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ANTES QUE GENTES y bichos, los leoneses con más derechos de antigüedad son los árboles y las plantas. Nos preceden en la historia con algunos millones de años de ventaja, pero no tienen sindicato, es decir, van de culo o de pie talado, mueren siendo centenarios sin exequias ni memento de difuntos, arden para humo o se convierten en mondadientes. Estos árboles de siempre asisten atónitos en su desamor a las ventajas y mimos que otorgamos a otras especies raras, no propias. La jardinería gusta de ello en abuso plagando de exotismos sus diseños: abetos californianos, ciruelines japoneses, pasto finlandés, flores de toda transgenia, arbustos de colorete y mucho bulto en el conjunto. Cuando pensamos en un jardín, exiliamos lo propio, una riquísima botánica de miles de especies, cuyas posibilidades de ornato floral nadie explora. Un ejemplo aberrante de desprecio por lo autóctono fue esa plaza de San Marcos que descaradamente copiamos de Lyon (por ver si colaba lo lyonés, que suena a llionés, y coló). Salió cara la cosa: ocho robles italianos -quercus rubra jamás vistos antes que salieron a novecientas mil pesetas cada palo- de los que se han secado tres; y tejos en profusión convertidos en chirimbolo o seto esparcidos por aquella esplanada no se sabe si para adorno o estorbo, tejos que se van secando poco a poco y en creciente número. Se rebelan esos tejos que nacieron para árbol solitario, centenario, y los tienen ahí de monigotes capados, en rebaño, robada su estampa por podadora. Costaron también un riñón. Lo de restituir el dinero que acarreó la estafa es un impensable en esta patria de impunidades, pero podría ensayar alguna disculpa quien perpetró el exótico despilfarro, un perdón público, pues público y dictador fue ese arcabuzazo con pólvora del rey. No se verá. Esos tejos seguirán muriendo. ¿Pondrán otros para disimular el error?... Celebro la rebeldía de estos árboles torturados, de la misma forma que me inquieta la altísima toxicidad de sus hojas que los astures y cántabros usaban para despacharse de este mundo cuando los romanos les agarraban por el rabo, hojas que cualquier criatura puede cortar y llevárselas a la boca, que es donde reside la curiosidad en esa edad temprana. A lo peor pusieron esos tejos ahí para inmolarse cuando nos sitien otra vez.

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