Diario de León
Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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AHORA QUE ESTÁ MUY DE MODA lo vasco (¡y lo que promete!) quiero acordarme de una mujer vasca y prodigiosa que conocí en 1976. Se llamaba Josefa Lasarte y fue mi patrona en San Sebastián durante varios meses de lluvia blanca, de lluvia de cada hora, de lluvia que no se iba nunca, gotas y gotas que me saludaban cada amanecer, golpeando en la ventana de mi cuarto, bajo la cuesta de Aldapeta. Donostia de Franco ya muerto; la ciudad gastronómica y bellísima, elegante y lenta, y con toda su aura de nobles y veraneantes, con sus inviernos solitarios y con la Real jugando en el viejo Atocha. Donostia de los turistas franceses, de los policías y de los militares, y de unos curas muy volcados en la triste pulsión nacionalista, donde ahogaban la carencia de otras y mucho más entretenidas emociones. Donostia de la lluvia, y doña Josefa Lasarte frisando los setenta años, cocinera espléndida, soltera, tardes de agua y de pis de un gato, y este gato casi siempre viajaba por la casa en la cabeza de doña Josefa, y eso fue lo primero que vi al llamar a la puerta, al decirle: «mire, trabajo en Hacienda, no conozco a nadie aquí, he venido de Madrid, soy imprudente, no reservé ninguna pensión», y ella me dijo que pasara, que eran seis mil pesetas al mes todo incluido aunque la cena no entraba, eso tendrá que ganárselo usted, me dijo, y no le cobraré más por ello, cuando se lo gane, y ya todo me pareció de cuento, y en verdad que lo fue. En aquella casa grande y de suelo de madera todos vivían por parejas, menos yo. En un cuarto se alojaban dos empleados palentinos; en otro vivían dos estudiantes de Mondragón que pronto fueron muy amigos míos, y el tercer tándem, mucho más famoso, lo formaban sendos jugadores de baloncesto del equipo local, uno llamado Pérez y el otro Robota, norteamericano. La última pareja era de dos putas desparejas, una mayor y de Lugo, y la otra de origen desconocido, delgada y joven, rubia de bote, y que se desnudaba delante de nosotros, ¡oh escándalo étnico!, mientras mirábamos la tele, porque aquella sala también era su cuarto de dormir, ya en la alta madrugada. Y allí se arreglaba también, a la vista de todos la dulce Tamara, aunque si soy fiel a la verdad debo decir que las pequeñas bragas blancas siempre las mantuvo puestas. Pero vuelvo a doña Josefa Lasarte. Parienta lejana de Paulino Uzcudum, hija del pueblo de Asteasu, mujer noble, trabajadora, enérgica y crédula. Me contaba que su abuelo, un famoso «bertsolari» de Cizúrquil, había visto a San Ignacio de Loyola en la estación de Tolosa. El dato era de locos, pero si insistías en desdecirla te podías quedar sin cena, aquella cena que logré a los quince o veinte días de estancia, cuando doña Josefa constató mi honestidad de berciano viajero y muchacho. Fue también por entonces cuando la ETA mató a su primer secuestrado, al industrial Berazadi, y aquel día doña Josefa lloró delante de nosotros en el almuerzo, nos dijo que sentía vergüenza de ser vasca, ella que hablaba tan mal el castellano y con tanta fuerza (y misterio, para nosotros) el idioma de su natal valle de Régil. Y todos la besamos entonces, uno por uno. Josefa Lasarte nos daba de comer tan bien que no sé como le salían las cuentas, y a mí me distinguía con un detalle grande: me llevaba el desayuno de café con leche y «croissants» a la cama. Así cada mañana, hasta que llegó el difícil día en que le dije adiós. Ahora, tanto tiempo después, debo confesar que nunca conocí a una mujer tan cariñosa y extraña a un tiempo, aquella doña Josefa que era amiga del vino y también de mirar a los hombres desnudos, que solía hacerlo cuando nos bañábamos, desde un cuarto anejo y minúsculo, donde había una rendija amiga, y siempre con el gato en la cabeza, aquel gato que sabía vascuence.

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