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LOS LIBROS disipan la tristeza, pero también los hay que inspiran el mal, el disparate del Quijote o la ensoñación enfermiza. No es inocente ni siquiera aquella Enciclopedia Hispano Americana de 1885 que Herminio del Vigo Redondo consultaba cada tarde en la hora de estudio. Aquellos dieciocho descomunales tomos, dieciocho, eran también barrizal peligroso, libro que carga el diablo. La primera palabra que Herminio buscó no podía ser otra: puta. En la inopia de sus once años no había otra prioridad. Oh, maravilla. Lo primero que ponía eran sus quince sinónimos, otras quince entradas a buscar. Estupenda tarea. Le dio cuerda ese diccionario para sus dos primeros cursos de bachiller. Los frailes que vigilaban el silencio monacal de aquella inmensa sala, al verle tan aplicado con un tomo en el pupitre, le felicitaban por su codicia de saber con un gesto de aprobación o esporpollándole el pelo como aquel profesor gordezuelo y tan sobón, que mejor no meneallo. Esa enciclopedia era algo británica. Definición y comentarios de expertos podían extenderse por varias páginas; y cada página calzaba tres columnas, que ni la Biblia, letra piojosa, profusión de datos. Era obra muy seria y documentada. Cada entrada brindaba unas cuantas más y salían de la enclopedia como racimos de cerezas trenzadas, así que Herminio pasó de los verdes de «meretriz» o «prostitución» a colarse en otros prados, otras honduras, enfermedades venéreas, perversiones sexuales, desviaciones... Era un filón inagotable, información desproporcionada. Lo más curioso era que nadie le impedía el acceso a esta fuente, aunque en aquel colegio y en toda la nación se profetizaba fuego eterno en tocante a sexo. Herminio averiguó a los doce años cosas que su hermano mayor no descubriría hasta los veintitantos. Tras consultar «bestialismo», por ejemplo, supo que una reina de Mesopotamia se hizo fabricar una vaca de madera cubierta con su pellejo impregnado de aromas bestias; dentro se metía ella y se hacía zumbar por el toro; jodó, fuerte, tú. Era 1962. Desde entonces, la inocencia de Herminio comenzó a ser teatro. Ahora bien, tranquilícense los educadores; las enciclopedias no las lee nadie; y estos larvas de interné y pleisteision, kirieleison, menos aún. Tampoco los profesores, a lo visto. Las enciclopedias están para hacer bulto.