Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

La admiración

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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LA ADMIRACIÓN no es una virtud que se nos dé por añadidura de nuestra condición de seres humanos. El ser humano, como todos ya sabemos, pertenece a una especie muy extraña y difícil y resulta abrumador el solo pensamiento de que pudiera llegar un momento en el cual, la admiración pudiera conseguirse mediante un expediente oficial despachado en las oficinas municipales de cada una de las pedanías. Se admira, como se odia se envidia, en razón de la propia singularidad de cada cual. Existen en la escala humana múltiples variantes de admiradores, como los hay de envidiosos o de gentes de alma estrecha. Por lo tanto puede suponerse, según sea la vara de medir de uso corriente, que la admiración no es un sentimiento espontáneo y fugaz, sino por el contrario algo, no se sabe si sentimiento o golpe de sangre, que el ser humano llega a adquirir al cabo de una prolongada etapa de meditación. Porque para alcanzar el grado de admiración que debe corresponder a un ser humano, ha de seguirse un ejercicio de examen de la propia conciencia y un impulso como de enamoramiento del objeto de la admiración. Se admira lo que se conoce y se llega al conocimiento mediante la meditación. Lo demás, las reacciones que a veces le empujan a uno hasta precipitarle en el error, no es sino el resultado de la incontinencia mental de la mayor parte de las gentes, que piensan por lo que les cuentan o por lo que ven. León, este pueblo nuestro siempre abocado a contratiempos producidos precisamente por nuestra escasa capacidad de admiración, está pasando por un estado febril de admiración a todo pasto. Y aun cuando algunos aseguran que esto es bueno por sí mismo, sin más añadiduras, nosotros -¡ay ignorantes!- creemos que nos falta la virtud, el mérito, la cualidad más valiosa: la meditación. Somos llamados cada ciertos plazos establecidos de antemano para uno de los ejercicios más importantes en la vida de los pueblos: las elecciones. Desde el monte de las transcendencias se nos dictan las leyes, las tablas de Moisés en las cuales se transcriben las normas de conducta que debemos seguir si aspiramos a llegar a la tierra prometida. Y nosotros, sin parar mientes en la significación y consecuencia de nuestros actos, acudimos ante las urnas y depositamos la supuesta receta para todos nuestros males. Y en tan decisivo momento de nuestra historia nos permitimos la licencia de elegir. ¿Por la admiración? ¿Por el conocimiento de los méritos que abonan la propuesta del candidato? No, simplemente aprovechamos la oportunidad para utilizar el voto como un arma. Pretendemos que lo que hacemos sea el desquite por los errores en los que hemos incurrido en nuestra condición de electores. Sin meditación, sin conocimiento, sin sentimiento por tanto. Y nuestra admiración se envuelve en los velos del interés, de la envidia, de la precipitación a la hora del juicio, y cargamos todos los quebrantos de nuestra biografía sobre los hombros anchos de los hombres (y de las mujeres) de la política. Si ante el trance culminante de la elección, nos detuviéramos unos momentos y meditáramos sobre la transcendencia de la función, seguro que no andaría nuestra vida pública tan confusa, tan desorientada, tan estéril. Y es que ni los unos ni los otros nos hemos permitido la licencia de meditar.

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