Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Ya nunca llegaré a Nueva Orleans

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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ALGUIEN ESTÁ PONIENDO a prueba al mundo. Guerras, inundaciones, maremotos, tifones, huracanes y crímenes, asaltos, miseria, invasiones. No es que el Mundo esté loco. Es que alguien, impasible, está dispuesto a corregir nuestras inclinaciones perversas y someternos a un castigo ejemplar. Como, por ejemplo, el diluvio universal bíblico. Y todavía no se sabe si por designio de la Providencia, se salvarán algunas parejas humanas y de las demás especies. Nueva Orleans fue, en algún tiempo, una de las ciudades, quiero decir de los estados más abiertos, más luminosos, más activos y sensibles del conglomerado que conforma el imperio de los Estados Unidos. Estaba poblado por una muy singular clase de personas, en sus orígenes procedentes de los esclavos africanos adquiridos para el trabajo de las nuevas tierras del gran descubrimiento. Pese a sus procedencias, sus gentes acabaron por aceptar su situación y por adherirse al país de la acogida con la humildad de los moradores de «La Cabaña del Tío Tom». Eran pobres, pero felices. Y su música, sus cánticos espirituales, sus danzas paganas, consiguieron imponer el estilo de los victoriosos morenos del Sur, del implacable y oscuro mundo de Faulkner. Y cuando se lo exigieron, dio soldados para las guerras y aceptó las tutelas de republicanos y demócratas, por más que estos, con excepciones que servían para confirmar la regla, los mantuvieran en la dura raya de la reserva a los negros, a los pobres y a lo sioux. Cuando los pesares abrumaban a las buenas gentes espicopalianas o de lo que se tercera, los habitantes de los varios estados del sur, se reunían en sus capillas y entonaban cánticos desgarradores y se entregaban a danzas primitivas cuando en la guerra, declarada por el imperio, alguno de sus vasallos más díscolos morían entre arenas malditas. Hasta que un día, la naturaleza, impulsada por muy extraños y atormentados impulsos, rompió las amarras que le contenían y se lanzó desesperadamente sobre las tierras tradicionalmente sometidas a dominio. Sonaron las trompas bíblicas del huracán Katrina y todo acabó sepultado bajo las aguas, como cuando la huida del pueblo judío ante el mar Rojo. Pero esta vez no se produjo el milagro y aquel mundo espléndido y brillante fue borrado furiosamente del mapa. Y en el fondo del mar embravecido quedaron miles de seres humanos... Y el mundo se estremeció. Y clamó a los cielos y demandó del gran señor de los anillos de la guerra, que acudiera en su socorro. Pero el señor de la guerra andaba enfrascado dominando pueblos y no le fue posible socorrer a los habitantes sepultados. Hasta diez mil dicen que resultaron víctimas del inclemente huracán «Katrina». Y el clamor se extendió por el mundo doliéndose de tan grave desventura. Y fue entonces cuando las viejas negras cantoras compusieron la balada del tren de la muerte: «Érase que se era un tren que recorría toda la gran patria de los negros de Nueva Orleans y de Alabama y de otros pueblos. Y de él se valían los negros y los pobres de Nueva Orleans y de las demás ciudades del profundo Sur, para trasladarse de un lugar a otro. Y ocurrió que un día, aquel tren providencial, por el cual les era posible vivir aunque muy humildemente a los pobres y a los negros, descarriló en una curva fatídica y el tren quedó absolutamente destrozado». Acudieron las autoridades y todos los medios de socorro que el estado disponía y después de examinada la proporción de la catástrofe, emitieron el siguiente informe: «Catástrofe ferroviaria en las proximidades de Nueva Orleans. Grandes destrozos de material y algunos muertos. Afortunadamente todos los muertos eran negros».

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