Diario de León
Publicado por
Antonio Núñez
León

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TEMÍAMOS el contagio de la gripe aviar y hemos cogido la fiebre del Estatut, visto que los debates de las Cortes regionales se centran exclusivamente estos días en la reforma de nuestra pobrina autonomía y en si somos una «comunidad histórica», según el PP, o una «realidad nacional», según el PSOE. Tampoco lo tiene claro la UPL, cuyos dirigentes se disputan los últimos votos leonesistas, unos pidiendo que la Junta se llame «de León y Castilla» en vez de «Castilla y León», otros dándole vueltas a la noria de «León sólo» y no faltan quienes como el fundador Rodríguez de Francisco, después del deshaucio de las siglas, inventan otro partido para reivindicar si « semos o no semos », vaya usted a saber qué. Parece que la clase política ha resuelto ya todos nuestros problemas y ahora se dedica a filosofar hamletianamente. «Ser o no ser, he aquí el problema», es lo que les preocupa, mientras los pueblos envejecen, los mozos emigran, económicamente sólo competimos en el parom que ahora hay que repartir con los inmigrantes, y en las comarcas despobladas lo único que nacen son baches. Le da a uno en la nariz que también aquí va a haber debate nacionalista para rato, lo cual para los políticos parece interesante y nuevo y a los demás una solemne bobada. Si de lo que se trata es de reencontrar nuestras raíces, una vez reconvertidas las de la remolacha, aquí no quedan ya ni viejos reinos, ni herencias nacionales, ni más historias, ni leches: como mucho las denominaciones de origen justas para la cecina, el botillo, las mantecadas de Astorga y los pimientos de Fresno de la Vega. Hay que reconocer que como señas de identidad no son mucho, pero dan para ir tirando mejor que peor de momento. Porque, como nos abanderen el futuro con el Musac (PP) o el Inteco (PSOE) la población va a acabar masticando piedras. Del terruño, eso sí. Las vacaciones de Semana Santa con su lúgubre rataplán deberían servir, por lo menos, para despertar a los políticos de la modorra parlamentaria y bajar del escaño a la calle: aquel papón de allí, por ejemplo, aporrea con saña el tambor porque tiene un hijo en paro, otro repitiendo en la Logse y él mismo ha pedido hora en el médico, no para que le cambién gratis de sexo, sino para que le empasten una muela de su bolsillo; el de más allá es un minero que llama a la huelga con la corneta desaforadamente, pero ya sólo le siguen cofrades prejubilados en una procesión de incógnito; y el penúltimo a lo peor es un agricultor con la cruz a cuestas y descalzo, no por penitencia, sino porque la primera es más liviana que las letras del tractor y no le queda ni para alpargatas. Esto la clase política no lo entiende. Pasa la procesión del Santo Cristo que Nos Espera, pongamos por caso, y lo único que se les ocurre es declararla de interes nacional o internacional, confirmando así que, para nación de papones, nosotros. La cosa no tiene remedio. Aquí sólo hay algo muy claro, filosofías aparte desde las dudas clásicas de Sócrates y las metódicas de Descartes: los políticos no tienen ni puta idea, con perdón, de lo que interesa en la calle, a la que, si bajan, no hay quien los apee del coche oficial. ¿Castilla y León comunidad histórica, como dice Herrera? Oiga, deje usted de exponer en el museo la dentadura de Doña Urraca y arrégleme la mía. ¿Realidad nacional, según el socialista Villalba? Pues nacional no sé, pero para realidad no hay más que ver lo chungo que está el patio de casa y las goteras de la renta que, antes del Estatut, por lo menos retejaba el Estado. La tragedia de Hamlet no es nada comparada con el drama de aquí, otro clásico que amenaza en culebrón si nadie le pone remedio. Dicen que en las Cortes de Fuensaldaña los procuradores del pueblo en vez de procurar empleos y autovías esta vez irán directamente al grano y, en consecuencia, no paran de pregundarse: «¿Quiénes somos?», «¿A dónde vamos?», «De dónde venimos?», y así todo el rato. Cóño, pues mayormente somos de aquí, emigramos a Cataluña y el País Vasco y venimos del pueblo en el Alsa o como podemos. La cuarta pregunta que nadie se hace es: «¿Y ahora, qué?». De momento no han encontrado la respuesta. Los hay que se encogen de hombros al cobrar el sueldo y las dietas y haylos también que siguen buscando la piedra filosofal que redima a la autonomía de sus penurias convirtiendo en oro todo decreto ley que toquen. Alquimia pura. Estos últimos son los peores, porque están convencidos del rolllo del ser y del no ser: pueblo, región, reino, nacionalidad histótica, nación y así patatín y patatán. «Pienso, luego existo», dijo uno muy ufano el otro día, pero para mí que sólo tiene una neurona. Y plana.

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