Diario de León
La carretera entre Puebla de Sanabria y Bragança. RAMIRO

La carretera entre Puebla de Sanabria y Bragança. RAMIRO

Publicado por
EL RETROVISOR ALBERTO FLECHA
León

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J unto a la Super Bock hay un periódico. Junto al periódico hay una niña que juega entre las mesas. Esa niña es el único ruido del bar en este mediodía portugués. Fuera del bar hay un silencio aplastante mientras el sol amenaza desde lo alto a unas calles que están blancas y desiertas. Calles que parecen expulsar a los pocos que se atreven a caminar por ellas a lugares escondidos como este. Lugares donde apenas cae unos grados la temperatura y el consuelo tiene forma de botellín frío de cerveza.

Paso las hojas del periódico. Por sus páginas se despliega un abanico de fotografías. Son fotografías muy lejanas de este lugar donde me encuentro. La fotografía del Puente Luis I, por ejemplo. Ese puente sobre el Duero, ese puente —que no hizo Eiffel— a base de barrotes de acero, que hoy aparece como una enorme jaula de turistas que lo cruzan sin parar, ida y vuelta, de Oporto a Gaia, de Gaia a Oporto y viceversa. Está también la foto de Coimbra, sus cuestas intrincadas, esas cuestas que buscan –allá a lo alto– su universidad. Las mismas calles-laberinto donde una placa anuncia que allí vivió Zeca Afonso y enfrente un grafiti oblicuo insulta a los miles de visitantes que hormiguean subiendo —sí, allá a lo alto— a una universidad que recibe más turistas que estudiantes. Están las fotografías de Lisboa y de Sintra. Están las fotografías de la Torre de Belem y del Monasterio de los Jerónimos. Y desfilan también por el diario las calles inundadas de Aveiro y un atardecer ocre en Estoril...

Echo un trago de cerveza y dejo el periódico doblado sobre la mesa. Portugal se felicita de su turismo. Portugal crece. Portugal está muy lejos de ese bar portugués junto a la frontera en el que me encuentro yo y otro puñado de seres abandonados en un desierto en el que reina un sol sin misericordia. He llegado a este bar por carreteras perdidas de Tras os Montes, olvidadas, donde recorrer una pequeña distancia se convierte en un duelo con la geometría. He atravesado pueblos vacíos secándose al sol, villas que malexisten —Vimioso, Mogadouro, la ciudad apartada de Braganza— tierras de fortaleza y de frontera. España y Portugal, siempre dándose la espalda, en este tiempo sin aduanas mantienen entre sí una linde de vacío y desesperanza.

Porque, cuando seguimos, todo es igual al otro lado. Como si desdobláramos el mapa, toca volver a León por carreteras tan ausentes como las portuguesas. Toca escuchar en la radio el relato de un verano lejano y bullicioso, un verano cuyos ecos resuenan en costas de un levante ajeno. Porque España tampoco está aquí, está en Málaga y en Magaluf, en las concurridas calles de Barcelona y en las bulliciosas olas de Tarifa. Aquí, sin embargo, las carreteras sin rumbo, los pueblos vacíos de piedra, los bares abandonados y, si hay suerte, quizás una niña jugando que rompa este enorme silencio que todo lo inunda.

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