Diario de León

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Paisajes de la memoria

ANTONIO COLINAS FUE EL PRIMER AUTOR LEONÉS EN LOGRAR UN RESPALDO LITERARIO INEQUÍVOCO. HACE 40 AÑOS OBTUVO EL PREMIO DE LA CRÍTICA Y EN 1982 EL NACIONAL DE LITERATURA A SU POESÍA REUNIDA. SIN EMBARGO, LOS MANEJOS LO DEJARON FUERA DE LA ANTOLOGÍA DE CASTELLET, SIENDO EL MEJOR POETA DE SU GENERACIÓN. . divergente

Antonio Colinas cuando iniciaba sus primeros pasos en la poesía

Antonio Colinas cuando iniciaba sus primeros pasos en la poesía

Publicado por
ERNESTO ESCAPA
León

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T ambién quedó excluido de las revistas y grupos literarios de la provincia. Seguramente por su condición de leonés periférico, ajeno a los trajines de la capital. Ampliando la perspectiva, se observa un panorama de las letras españolas en el que Colinas siempre se mantuvo a una distancia elegante del rumbo gregario de los líricos. Desde los inicios, su poesía abrigó la vibración más íntima con los ropajes de la cultura. Hasta su traslado junto al Tormes, hace diecisiete años, su recorrido vital lo llevó de La Bañeza y sus alfoces a Córdoba, de Madrid a Bérgamo, y de Italia a Ibiza. Esas residencias han ido nutriendo el vuelo de una obra poética que se distingue por su capacidad para fundir diferentes tradiciones culturales con emoción, intensidad y una exquisita expresión formal.

La antología Nueve novísimos (1970) dejó fuera a dos de los mejores poetas de aquella generación: Ullán y Colinas. Sus tenaces muñidores (Hortelano, Ángel González, Gil de Biedma) optaron con Castellet por una guarnición de líricos cartageneros, maragatos, ilicitanos y albaceteños para acompañar a Gimferrer, distinguido cuatro años antes con el laurel del Premio Nacional José Antonio Primo de Rivera por Arde el mar. Aunque también es cierto que Colinas nunca disfrazó su pálpito esencial con la veladura culturalista.

Colinas había tenido hasta mediados de los ochenta un premio y edición provincial para su primer libro (Poemas de la tierra y la sangre , 1969), una decepción con accésit de Adonais para el segundo (Preludios a una noche total, 1969) y un galardón irundarra con edición malbaratada para el tercero. Truenos y flautas en un templo (1972) lo imprimió Seix Barral y quedó recluido en bodegas hasta que pasó a engrosar el aguinaldo navideño de los impositores guipuzcoanos. Ya era un libro importante, cuya marginalidad postergó tres años la revelación de Colinas. Su universo lírico había brotado con Leopoldo Panero al fondo para galopar la noche onírica con imágenes de simbolismo panteísta. Las resonancias en este tramo van de la mística a Claudio, con destellos de la mejor poesía romántica europea.

De su estancia en Italia como lector de español, durante la primera mitad de los setenta, volvió con un libro esencial, que funde las secuencias de la memoria con los dictados de la cultura. Sepulcro en Tarquinia (1975) quedó relegado en la bienal leonesa por el poemario de un malagueño anodino y vio la luz en el aluvión de la provincia. Pero era un libro mayor de la poesía española de la segunda mitad del siglo veinte. A los pocos meses, obtuvo el Premio de la Crítica en Sitges, junto al Savolta de Eduardo Mendoza, y yo tuve el gusto de votar allí. En este libro Colinas alcanza la fusión de la cultura latina descubierta durante su estancia en Italia con la evocación de los vestigios romanos soterrados en los predios de su memoria, un territorio que discurre en la vecindad del Órbigo y el Eria. Fue el primer logro profundo y hermoso en la universalización de lo originario.

GEOGRAFÍA Y MITO

Siete años después, recibió el premio Nacional de Poesía por el conjunto de su obra, que agrupaba un libro más: Astrolabio (1979). Aquellos reconocimientos propiciaron una lectura menos superficial de sus versos, despejando el malentendido de su vínculo con los novísimos. Porque la poesía de Colinas se nutre de un sentimiento esencial y no decorativo de la naturaleza, que lo entronca con el romanticismo europeo y con el pensamiento oriental. Sus versos recogen el diálogo de las raíces leonesas con los mitos mediterráneos y las culturas nutrientes. Una poética que combina la contención clásica con la borrasca romántica, la estética y la ética, la cultura y la naturaleza, la emoción y la reflexión, el pálpito más íntimo con el temblor del universo.

El crecimiento sostenido de su obra, en el que destacan nuevos hitos, lo ha ido agrupando en sucesivas antologías , que culminan en El río de la sombra. Treinta y cinco años de poesía (2004), hasta consumar la primera compilación de su Obra poética completa (2004). En sus casi mil páginas reúne desde los poemas juveniles de Junto al lago, a la madurez de El laberinto invisible, y resaltan poemarios inolvidables, como Noche más allá de la noche (1982), emblema de su madurez, o las señales luminosas de Libro de la mansedumbre (1997) y Tiempo y abismo (2002). Canciones para una música silente (2011) agavilla en sus ocho secciones sintonías distintas y complementarias.

LA MEMORIA FÉRTIL

Traductor, antólogo y narrador, ha cultivado el ensayo creativo, un género en el que concilia el destello de los aforismos con las iluminaciones estéticas. A mediados de los ochenta firmó dos novelas con un protagonista que representa la adivinación bifronte del pasado y del porvenir. Un año en el Sur (1985) recrea una estancia escolar cordobesa, mientras Larga carta a Francesca (1986) sitúa en un balneario de los Balcanes la evocación epistolar de un tiempo feliz en Italia. Luego, publicó Días en Petavonium (1994), la memoria de El crujido de la luz (1999) y Leyendo en las piedras (2006), que reúne dieciocho relatos empadronados en el Valle de Vidriales, donde la sugerencia de la evocación se conjuga con el vuelo de la poesía. Una escritura fértil que remite a la deslumbrante nitidez de las prosas juanramonianas.

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