Diario de León

José Luis Puerto , poeta

«Siempre surge un cántico de la rememoración»

Como una cápsula hacia los lugares en los que aún habita la magia, ha escrito José Luis puerto esta nueva entrega de su proyecto sobre la memoria del origen

El escritor José Luis Puerto en el adarve de la muralla de León. RAMIRO

El escritor José Luis Puerto en el adarve de la muralla de León. RAMIRO

León

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La infancia es el tema fundamental de la poesía de José Luis Puerto, un lugar al que regresa con tanta frecuencia que podría decirse que nunca le ha soltado la mano. Acaba de publicar La madre de los aires, un título que le devuelve el eco de su abuelo Pablo, que le tranquilizaba en las noches de tormenta. La obra, una celebración de la vida, del tiempo pausado y de la naturaleza pisa el territorio del mito, una de las constantes en la literatura del poeta que, como él mismo explica, atraviesa toda su niñez.

—¿Cómo podríamos calificar este nuevo libro?

—Forma parte, como un eslabón más, de una indagación sobre la memoria del origen, que vengo realizando, desde los años ochenta del siglo pasado, a través de una prosa de creación, para tratar de configurar lo que yo denominaría el tiempo y el territorio de la gracia. Lo acaba de editar la editorial Páramo, en este momento más aminorado de esta pandemia que lleva asolándonos a todos ya un año largo.

—¿Y qué otros libros configuran ese proyecto dentro de tu obra?

—El libro inicial, publicado en 1991, es el titulado Las cordilleras del alba. Fue el que desencadenó ese proceso de escritura que también podríamos denominar —a raíz de lo que acabo de decir— de «prosas de la memoria». Podría indicar que este libro, creado a lo largo de la década de los años noventa, es el continuador del que acabo de indicar y que abre el ciclo. Después vendría Un bestiario de Alfranca, de 2008, donde la rememoración se va configurando a través de diversos animales significativos a lo largo de mi existencia. Y, ya con un carácter mixto, es decir, con elementos alusivos a la niñez y al origen, pero con otros fuera de ese campo, los libros titulados El animal del tiempo, de 1999, y La casa del alma, de 2015, este último editado en León por Eolas.

—¿Cómo podemos entender esa expresión de tiempo y territorio de la gracia?

—El espacio y el tiempo, como indicara Mijail Bajtin, el gran estudioso del Carnaval, a través de la obra de Rabelais, configuran lo que él llama un ‘cronotopo’, esto es, una vinculación inseparable que configura el imaginario de una comunidad o de un ser humano. En mi caso ese territorio y tiempo de la gracia aluden a un cronotopo de la plenitud, del jardín, del paraíso, de ese momento edénico del existir de la niñez, por mucho que la mía, en concreto, estuviera marcado por la pobreza y por múltiples carencias. Pero también estaba alimentada por el mito. Todo lo que el niño contemplaba y vivía tenía el halo de una fascinación, de una magia… que, con el paso de los años termina desapareciendo.

—Ha hablado de prosas de la memoria. ¿Cómo podríamos concretarlo?

—Ese mito, esa magia que atraviesan toda mi niñez y que, al alejarme de mi lugar de origen a estudiar, se desvanecen, en realidad no es así, pues siguen acurrucados ahí, en los nidos de la memoria. De ahí que, para despertar tales experiencias vitales y anímicas, transfiguradas, sin duda, por la palabra y por ese mecanismo selectivo que opera en la psique del creador, y hacer que vuelvan a acceder a la luz, sea necesaria la rememoración, una rememoración que, como por arte de magia, nos devuelve lo vivido con otras significaciones, ya que, la creación verbal que parte de la memoria trasciende siempre lo vivido y le otorga otro significado. La memoria, en mi creación, es una memoria cordial, es una memoria afectiva. De ahí que estén siempre impregnadas estas prosas de lo lírico, de esa luz misteriosa que emana de lo vivido cuando lo traemos, verbalizándolo, al territorio de la página.

—¿Y ese título tan enigmático de ‘La madre de los aires’?

—Procede de mi abuelo Pablo, uno de los seres más decisivos en mi vida, junto con Dolores, mi madre, fallecida el año pasado, a sus noventa y tres años, tras una vida dilatada y expresada siempre en la entrega y en la disponibilidad. Mi abuelo Pablo, en los días de vientos temerosos, que ululaban y bramaban como animales desatados, ante los temores y miedos que despertaban en mí, me decía siempre: «Mira, hijo ¡la madre de los aires!». Y me he dado cuenta que tal expresión es un sintagma que cifra ese mundo del mito, de una visión mágica del mundo, que fue de la que tuve experiencia en mi niñez.

—¿Qué ámbitos son los que predominan en el libro, dentro de ese mundo del origen?

—Las prosas que componen la obra son como hilos que van tejiendo, a modo de melodías de palabras, una cartografía de la niñez. Aparecen, sin un orden prefijado, toda una serie de ámbitos que, enlazados entre sí, iban configurando todo un mundo, en el imaginario psíquico del niño. Por ejemplo, tienen una gran importancia lo que llamaría los seres del amor, esos seres decisivos, que nos enseñan, nos orientan y nos protegen, pero siempre desde ese querernos y apostar por nosotros. También otros personajes, enigmáticos, que llegan al pueblo: los hojalateros, los silleteros, los alfareros, el peregrino (con la capilla devocional). El mundo de los juegos, de la relación con los demás niños. Las melodías de los cantares y de las fórmulas rimadas, hechizadas siempre por lo poético. Los diversos ámbitos del urbanismo de Alfranca, en los que vivíamos peripecias prodigiosas…

—¿Y la naturaleza, lo que has llamado el jardín, tan significativo en toda tu obra?

—La naturaleza, desde mi niñez, es otro de los elementos imantados por lo mítico. Y nunca ha dejado de estarlo en mi caso. María Zambrano ha dicho en algún momento que, posiblemente, la naturaleza sea la puerta de acceso al paraíso, o a lo que podríamos llamar lo paradisíaco. Pero, la naturaleza, tal y como aparece en La madre de los aires, me llega también a través de la experiencia laboral, de una dureza de la vida, de la que también participábamos los niños, trabajando en los huertos con nuestro padre y abuelo, yendo de pastores… y otras ocupaciones. La naturaleza me ha enseñado muchas cosas. Ha sido y es una gran maestra para mí. Me ha enseñado a observar y a contemplar, a detenerme en lo pequeño, en lo que pasa desapercibido. Y me ha mostrado siempre el alto valor que tiene la lentitud —tan desaparecida y denostada en nuestro mundo de vértigo—, el no correr, el abordar el existir despacio.

—Qué otros elementos podemos encontrar en ‘La madre de los aires’?

—La misteriosa presencia de las cosas, ya que acabo de hablar de la lentitud y de la contemplación de lo pequeño. Las cosas tienen alma, es un sentimiento que albergo desde mi niñez, y contienen también un misterio que se nos escapa. Y la presencia de los ritos, de las celebraciones, de los objetos litúrgicos…, todo tan presente y tan importante en mi niñez en Alfranca. Y esas cosas, contempladas y valoradas, se encontraban en el interior de las casas, colocadas en los vasares, o depositadas en ese ‘sancta sanctorum’ que es la sala, con sus alcobas, como espacios íntimos del amo. En cada sala, había una cómoda, sobre la que, a modo de altar, se colocaban objetos significativos de la vida de la familia. Y el tiempo cíclico, tan importante en el mundo campesino. Y el hechizo de la luz. Todo un cosmos anímico, que, a través de la memoria, accede al espacio de cada página, es lo que trata de expresar La madre de los aires.

—¿Qué carácter tienen las prosas que contienen el libro?

—Cada una de las prosas que configuran el libro tiene un carácter marcado por la brevedad, pero al tiempo por la intensidad. Son prosas que participan de lo poético, pues tratan de hacer surgir algún fulgor procedente de ese territorio del origen, algún fulgor que suele dar sentido a lo vivido e iluminarlo a través de esa transfiguración que otorga, en ocasiones, la palabra a la experiencia expresada. Brevedad, intensidad, emoción… son elementos que siempre busco en mi escritura de creación, ya sea en verso o en prosa. Claridad y luminosidad. Claudio Rodríguez decía que la claridad es un don. Y siempre lo he creído así. Los hermetismos conducen muchas veces a callejones sin salida. Y hay obras que consideramos herméticas, pero, en realidad, no lo son. Se me ocurre ahora el ejemplo de la maravillosa poesía de Saint-John Perse.

—¿Cómo podríamos caracterizar esa rememoración de que hablas?

—En mi caso, de la rememoración siempre surge un cántico, una celebración; nunca tintes nostálgicos, que no me interesan. Aquí, como en otros libros míos, predomina la celebración, el cántico; quizás se deba ello a que, desde niño, por la comunicad humana en la que nací, me he impregnado hasta los tuétanos del rito y la ceremonia. De ahí que para mí la escritura es una suerte de rito y de ceremonia. Y, por ello, también de celebración.

—¿Podríamos hablar de alguna tradición literaria a la que pertenezca ‘La madre de los aires’?

—En la literatura española contemporánea, hay obras de prosa de creación que, creo, configuran un territorio que aúna la vivencia, la rememoración, la intensidad y lo poético, al que creo pertenezco y en el que me siento muy a gusto. A tal territorio, pertenecen por ejemplo, Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez; Ocnos, de Luis Cernuda; Las cosas del campo, de José Antonio Muñoz Rojas… y no pocas obras más, entre otras, por ejemplo, Transparencia de la tierra, de Federico Bermúdez-Cañete, un excelente traductor, por otra parte, de Raines María Rilke, quien, por cierto, también cultiva este género, en libros como Historias del buen Dios, o Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.

—¿Continuará esta andadura de Las prosas de la memoria?

—La creación es un proceso constante. En nuestra tierra, curiosamente, la más hermosa literatura que cultivan tanto poetas como narradores es la que podríamos llamar literatura de la memoria, que ilumina el existir de todos y la tierra en la que hemos nacido y que habitamos.

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