Diario de León

EL TERRITORIO DEL NÓMADA

Una intrusa en el harén

EL 10 DE OCTUBRE SE CUMPLIERON CINCUENTA AÑOS DE LA MUERTE EN MADRID DE LA SINGULAR Y SILENCIADA ARTISTA TORESANA DELHY TEJERO (1904-1968), DESPUÉS DE UNA VIDA ÍNTIMA ESCINDIDA ENTRE ARREBATOS Y RENUNCIAS Y VELADA POR EL COMPLEJO DE ORFANDAD. divergente

La artista toresana Delhy Tejero, en imagen de juventud

La artista toresana Delhy Tejero, en imagen de juventud

Publicado por
ERNESTO ESCAPA
León

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Estudiante de Bellas Artes, ilustradora de éxito y profesora de muralismo, en cuento pudo se convirtió en viajera de escándalo por escenarios prohibidos. En 1936 viaja por el norte de África y entra en un harén para pintar a la favorita. Estalla la guerra en España y pasa varios meses pintando sola en Fez, hasta que a mediados de septiembre consigue volver vía Lisboa por Salamanca. Allí la detienen porque su indumentaria la hace sospechosa de espionaje. «Morena, guapa, independiente y extravagante», llevaba vestidos diseñados por ella misma, fumaba en boquilla y tenía las uñas pintadas de negro. Luego pasó una breve etapa sembrada de sospechas y servidumbres, impartiendo clases en la universidad y decorando un comedor infantil. También interviene (1937) en la decoración mural del comedor y escalera del hotel Condestable de Burgos, donde muestra su gusto por el art dèco.

En octubre de 1937 viaja otra vez a París, al encuentro y exposición con los surrealistas; fraternidad en el compromiso con los grandes: Picasso, Domínguez, Miró, Chagall. De allí se esfuma a Florencia con su amante Walter Bianchi y de Florencia, a Capri, donde vive un breve oasis de felicidad junto al sueco Axel Munthe. Esa vivencia suelta, a la vez temerosa y contraída, tuvo su espejo pudoroso en unos diarios que llamó Cuadernines (1936-1968), editados en 2004 por el poeta Tomás Sánchez Santiago. Arrancan en París con una respiración libre y bohemia, que enseguida se atraganta de sofocos, al volver a la España en guerra y descubrir el calibre de las asechanzas que iban a amputarle la vida. Sus décadas de posguerra discurren entre la tristeza, las renuncias y la frustración. Estrechamente enlazados en su memoria los vestigios de un ambiente familiar punitivo y árido con el respiro inesperado de las clases iniciales de dibujo en la Fundación González Allende del pintor Ernesto Menager (1893-1936), fusilado en Valladolid al comienzo de la guerra.

Un magisterio tan distinto al rancio que iba a encontrar en Bellas Artes de Madrid, con Moreno Carbonero, Romero de Torres o Blanco Coris. Influjos que resiste y combate con sus preciosas ilustraciones de prensa, sobre las que asienta su supervivencia colegial en la Residencia de Señoritas. Decidida a soltar lastres, muda su nombre toresano de Adela por un Delhy que vincula al aroma oriental evocado en Tagore. Los tirones vitales para alejarse del viejo orden agrario, con sus apósitos rituales de catolicismo fúnebre («Al ser de Toro y de mi familia, sobre todo la religión ha debido tener mucha culpa», escribe en 1951), agitan a la pintora en oscilaciones a menudo desconcertantes.

Como lo fue su inmersión teosófica inducida por el italiano Bianchi, la estancia en Capri al embrujo del enigmático Axel Munthe y el ciclo sucesivo entregada al degüello de su obra más libre, que ella llama «mi segunda conversión», ya en el ámbito áspero de la fiera España de posguerra, cuando la atrapa el círculo integrista de las chifladas Lilí Álvarez, Isabel Flores de Lemos, Carmen Castro de Zubiri y alguna duquesa (como la de Maqueda, que ingresa entonces en las carmelitas de Ávila), uncidas al roncel disparatado del psicólogo agustino César Vaca.

Un tropel que también alcanzó a trastornar poco después a Carmen Laforet. En el caso de Delhy Tejero, la lleva a destruir buena parte de su obra anterior, en la que mostraba el fulgor de cuerpos jóvenes y tentadores. Pero no conviene alargar el salto sin repasar su recorrido previo. Hasta conseguir su cátedra de Pintura Mural de la Escuela de Artes y Oficios de Madrid, en 1931, a los seis años de llegar a la capital como estudiante, la toresana ha debido aprender a sobrevivir junto a compañeras de residencia con más recursos familiares, como sus grandes amigas Marina Romero, Remedios Varo o Piti Bartolozzi.

Para ello, ilustra y concurre a certámenes, antes de hacer su primera incursión al extranjero a estudiar la técnica de la pintura mural. Al volver, compra su apartamento en el palacio de la Prensa de Callao, que va a conservar austero y sin comodidades hasta el final. En 1935 ilustra Poemas A, de su amiga Marina Romero, que edita la Residencia. Años más tarde, Marina le ofrecerá su chalet de Mojácar para acercarse a pintar los retablos murales de las iglesias de los pueblos almerienses de Puebloblanco (1962) y Las Norias(1963). Este muralismo de los nuevos poblados, que le encargan amigos arquitectos que aprecian su arte, como Fisac, Sainz de Oiza o Fernández del Amo, sirve para compensar al menos en parte desdenes anteriores y posteriores, provocados a menudo por su carácter irascible y reacio a los enjuagues.

Le pasó con su paisano Pinilla en las universidades laborales de Zamora y Gijón, donde cumplió los encargos que no llegó a plasmar en los muros y tampoco cobró. Y también con el ayuntamiento de Zamora, donde ganó en 1948 el concurso para pintar un mural que decorase el testero del salón de sesiones del nuevo consistorio. Hizo su obra Amanecer jurídico del municipio zamorano, sobre el fuero concedido por Fernando I, pero luego le tocó pelar duro con un alcalde (Pérez Lozao), que era profesor de dibujo y pintamonas oficial, para cobrar años tarde y mal.

En su travesía de la posguerra, afina los trazos murales entre el hiperrealismo y el informalismo, para alcanzar un surrealismo mágico, de figuras limpias y siempre bien dibujadas. Pero no consigue esquivar el alud de las decepciones, que la empuja a sentirse despreciada. Las últimas anotaciones de su diario las hace en los muros de su estudio. La deuda de los mercedarios por el mural de la Ciudad de los Ángeles y su conciencia de severa pobreza.

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