Diario de León

Rusia bombardea a los civiles en su ofensiva para dominar Ucrania

Moscú frustra un nuevo corredor humanitario a las puertas de la capital Familias enteras sufren el ataque directo de morteros rusos

El cuerpo de un civil asesinado por los bombardeos rusos yace en una calle de Irpin. Intentaba huir y murió con otros tres familiares. OLEKSANDR RATUSHNIAK

El cuerpo de un civil asesinado por los bombardeos rusos yace en una calle de Irpin. Intentaba huir y murió con otros tres familiares. OLEKSANDR RATUSHNIAK

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Moscú bombardea a los ciudadanos que escapan de Irpín, cerca de Kiev, tras frustrar un nuevo corredor humanitario irpín. Cuando en una guerra las líneas rojas se difuminan, los civiles desaparecen. Los corredores humanitarios son tan necesarios cuando un conflicto se recrudece, como complicados de abrir y respetar debido a la falta de confianza entre enemigos.

En Mariúpol, al sur del país, el intento falló ayer por segundo día consecutivo porque las armas no callaron, según informó el Comité Internacional de Cruz Roja (CICR), y en Irpín, a las puertas de Kiev, no hubo declaración oficial alguna sobre apertura de corredores de evacuación, pero a los civiles sólo les quedaba una puerta de salida a pie hacia la capital y allí fueron atacados.

Los morteros rusos cayeron sin piedad sobre la única vía de escape que tenían las familias que huían de los combates en Irpín.

El sábado se produjo un éxodo masivo de los ciudadanos de esta localidad de 60.000 habitantes situada a 20 kilómetros de Kiev. Los que salieron a pie tuvieron que esperar bajo los escombros del puente de Romanov, volado por el propio Ejército ucraniano para complicar el avance ruso, y cruzar casi uno por uno la pasarela improvisada de madera sobre el río. Fueron afortunados dentro de la enorme desgracia que supone abandonar tu casa sin saber si podrás regresar algún día.

Veinticuatro horas después, con las tropas rusas ya en las calles de Irpín, quienes quedaban por salir lo tuvieron peor. Familias enteras, con niños en brazos, ancianos cogidos de la mano y con la maleta a cuestas, llegaron al río y sufrieron el ataque directo de los morteros rusos. Al menos cuatro personas de una misma familia perdieron la vida y sus cuerpos quedaron tirados en el suelo, cubiertos con sábanas blancas. Al lado, su escaso equipaje.

La guerra de Ucrania alcanzó ayer cotas de deshumanización infrecuentes. Cuando no hay líneas rojas, los corredores no sirven de nada. Pese a las últimas tecnologías y el zumbido constante de drones, dotados con cámaras, los civiles fueron considerados objetivo militar. Imposible ponerse en la cabeza de la persona que dio la orden, pero en estas situaciones los ejércitos buscan aterrorizar a la población para que salga lo antes posible de sus casas y así poder lanzar operaciones a gran escala. Una estrategia despiadada con la vista puesta en la vecina Kiev.

Con el camino a Irpín a través del puente bloqueado por el incesante fuego ruso, la única forma que tienen los civiles para llegar a Kiev es tirar hacia el oeste por Stoyanka, una ruta más larga en la que se necesita un vehículo.

Acercarse al frente de batalla supone ir en la dirección inversa a una cola interminable de coches que avanza muy lentamente debido a los registros en los puestos de control. Milicianos y soldados controlan cada vehículo que se dirige a la capital por el miedo a la entrada de enemigos camuflados de civiles. Son puestos de control protegidos con armas ligeras, posiciones básicas, que no se presentan demasiado sólidas como primeras líneas de defensa de Kiev. Todo lo contrario. La sensación es de retirada total, de repliegue al otro lado del río y los planes podrían pasar por volar más puentes para dificultar el paso de un enemigo con una fuerza muy superior.

En el atasco de salida, nadie pierde la paciencia pese a las explosiones de fondo. Los coches dejan atrás las columnas de humo de los incendios causados por el bombardeo en Irpín.

«Voy a la parte occidental del país, no sé a dónde, pero lo más lejos posible de aquí», responde Constantín cuando se le pregunta por sus planes. Lleva a su madre anciana en el asiento del copiloto. «Hemos oído muchas bombas y explosiones. Hay heridos y mi madre, Reggina, tiene 85 años. Voy a ver si algunos amigos nos pueden dar refugio», asegura en perfecto español este agente de turismo a quien la vida le ha dado un giro radical en apenas unos días, como a todos los ucranianos.

Muchos de estos civiles que esperan su turno para avanzar se han quedado incomunicados porque las tropas rusas confiscan los teléfonos en sus puestos de control. El pretexto es que se pueden emplear para enviar sus posiciones al enemigo. Hay un momento en el que la hilera de vehículos se termina y la carretera queda vacía. Se atraviesan pueblos abandonados, con casas y tiendas cerradas.

Cuanto más cerca está Irpín, más lejos queda la vida. El último puesto de control ucraniano lo forman una serie de bloques de cemento levantados junto a una antigua cafetería. Allí está Anatoli, de 57 años, acompañado de otros voluntarios que otean el final de la recta con el miedo metido en el cuerpo.

«Los rusos están a 3,5 kilómetros, destruyeron nuestro puesto y por eso tuvimos que retroceder a esta posición, pero pueden avanzar en cualquier momento. Ellos llegan y empiezan a disparar a todo lo que se encuentran, incluidos coches de civiles. La situación es complicada», comenta este miliciano, convertido de manera involuntaria en la primera línea de defensa de Kiev.

A la pregunta sobre si se puede ir más allá de este control, Anatoli dice que un kilómetro más, hasta Stoyanka, pero fuera de su responsabilidad. No hay seguridad alguna para nadie que avance desde este puesto.

Un kilómetro más allá, en esa especie de tierra de nadie entre rusos y ucranianos, Kirio reparte comida entre los ancianos que se han quedado sin poder salir de sus casas. Stoyanka es un pueblo conocido por el lago, que era lugar de peregrinación para los habitantes de Kiev durante los fines de semana. Es domingo, pero la soledad impresiona. El único que anda por la calle es Kirio, que en su bicicleta transporta dos grandes bolsas de plástico con latas de conserva. «Sobrevivimos, no es una situación fácil, pero lo hacemos», manifiesta sin perder la sonrisa. La imagen de este bucólico pueblo se ha transformado en una especie de paisaje siniestro y opresivo. Los rusos han bombardeado un almacén.

Un hongo de humo espeso y negro se alza al cielo como si quisiera enviar al espacio las coordenadas del avance del Ejército invasor. Un dron se percata de la presencia de los recién llegados a Stoyanka y comienza a seguir sus pasos. Intimida. Es momento de que estos periodistas que tratan de ver que hay un poco más allá abandonen la tierra de nadie y se dirijan velozmente hace Kiev en busca de refugio. Es el mismo camino que miles y miles de civiles de Irpín recorren de manera desesperada.

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