Diario de León

Maximiliano Arce Simón

tamboritero del teleno

Maxi sigue recibiendo en su casa de Rabanal a cualquier persona que desee aprender a tocar la chifla y el tamborín. «No cobro nada, sólo pido ilusión»

JESÚS F. SALVADORES

JESÚS F. SALVADORES

Publicado por
emilio gancedo
León

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El monte Teleno se enseñorea sobre una tierra llena de misterios, de montes preñados de oro y de historias de arrieros incansables y honrados a más no poder. En ella hay gente que se ha propuesto mantener el legado de sus mayores cueste lo que cueste, y una de esas personas es Maximiliano Arce, el veterano tamboritero de Rabanal del Camino, un arcón de saberes maragatos con ojos azulísimos, maestro de decenas de músicos que han subido y siguen subiendo hasta este rincón jacobeo en busca de los toques precisos de flauta de tres agujeros y tamborín, el más emblemático dúo de instrumentos leoneses.

Maxi nació en Chana de Somoza en 1937, en medio de una prole formada por once rapaces aunque dos murieron de pequeños; eso sí, no quedó ahí la cosa: su madre sacó del Hospicio de Astorga a una niña llamada Teresina y la crió como a uno más, «aunque luego vinieron unas monjas a por ella y no la volvimos a ver», y también amamantó al hijo de un capitán del ejército que debía de ser muy poca cosa cuando lo llevaron, porque cuando volvió a por él quedó sorprendido el militar: «¿Pero seguro que este es mi hijo?».

Ya desde bien pequeños debían todos arrimar el hombro porque la gente era mucha y el sustento poco, y a Maxi lo ‘ajustaron’ como jovencísimo pastor de ocho años a razón de peseta la oveja guardada.

Fue poco a la escuela a pesar de los halagos del maestro de Molinaferrera («aprende más en dos meses que otros en seis años»), y sus destinos fueron, primero Villar de Ciervos, de donde su padre lo sacó porque no paraba de llorar, y luego el hoy deshabitado Folgoso del Monte, en el que estuvo más a gusto y donde ya tocaba en las fiestas con una chifla de sabugueiru (saúco) y una lata a modo de tambor. Aprendió mucho de otros pastores («entonces casi todos llevaban la flauta cuando estaban con las ovejas», apunta), pero sobre todo de quien sería su suegro, Antonio Fernández Rojo.

La familia se había instalado en Piedras Albas, trabajando un capital de renta que pagaban en grano y después en Rabanal, al vender las breves tierras de centeno y patatas que tenían en Chana y comprar otras nuevas. «Hambre, la verdad es que no pasamos… pero hartura, tampoco», resume Maxi, a quien también tocó andar a la madera por los montes y trabajando en repoblaciones donde le pagaban… entre 30 y 50 céntimos por hoyo. La mili la hizo en El Aaiún, donde trabó buenos amistades sobre todo entre los vascos, quienes le pedían que tocase la chifla porque les recordaba al txistu, y menos mal que un fallo burocrático lo alejó de Sidi Ifni, donde realmente le había tocado y que de aquella andaba en guerra. A la vuelta casó con Maruja Fernández, y la labranza, el ganado, la pesca y caza, actividades de guarda de monte y de coto y otro cargos como presidente de la junta vecinal ocuparon su vida junto a sus actuaciones por media Península y las clases que sigue ofreciendo gratuitas. Siente que la afición medra: «Desde que se acabaron los pastores nunca hubo más tamboriteros».

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