Diario de León

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En este verano calamitoso, desde las tierras llanas de Kansas a las cumbres de Colorado hay una discreta prudencia y un menguado y receloso turismo. Bien cierto es que este pueblo no es muy dado a jolgorios, pero caminar hoy por algunos aeropuertos, es como entrar en un museo de grotescas máscaras andantes que, esquivas y temerosas de cualquier roce, de cualquier aliento apestoso o estornudo inevitable, se rehúyen las unas a las otras. Todo es silencio, interrumpido solamente por el anuncio de la llegada o salida de un vuelo, por un niño que se desgañita gritando por falta de atención, o un perro consentido que dialoga o regaña con un colega. Mientras los fantasmas deambulamos buscando la cafetería o la tienda de comida rápida, solo Starbucks y el baño siguen abiertos. Desolación y cerrojos en el resto. Si algún osado pasa de llevar máscara, bien seguro que va a recibir la mirada torva, incluso la regañina de los que, un tanto a disgusto, la seguimos llevando. Haciendo malabarismos, en nerviosa fila india, caminamos por el estrecho pasillo, en busca de nuestro asiento. Encogidos vamos, vigilados por las azafatas, evitando que alguien nos hable, nos roce, ni siquiera se atreva a mirarnos. Una mano que, descuidada, tropiece con una dama, o un acicalado hombre de negocios, puede ser objeto de miradas nada amistosas.

Nos asomamos a profundas gargantas, parlantes surcos de riachuelos, ríos profundos y verdes praderas que a mí se me antojan «Valles de Silencio», poblados de nativos en libertad y armonía

Tras aterrizar en Denver, capital de Colorado, viajamos en coche hasta la pequeña población de Estes, donde el mundo se ha detenido para acoger a asustados turistas, en busca de calma y paz, bellezas del río, bosques y montañas. El estado de Colorado fue explorado por los españoles en busca del oro y, enamorados de su clima más benigno que el de otros estados allegados, allá afincaron sus reales. Este territorio, mayor que media España, fue robado a México en 1848 por el tratado Guadalupe Hidalgo. Colorado es uno de los nombres españoles que, en este país, no ha sufrido variación ortográfica ni fonética, manteniendo el nombre que le dieron barbudos conquistadores por el color rojizo de las montañas y llanuras que colorean los ríos.

Luce entre los valles un sol poco madrugador y tímido, aunque al mediodía, seco y saludable, esparce su calor al que siguen tormentas que refrescan el ambiente, aliviando pinos sedientos en las laderas de las montañas y rompiendo planes de frustrados turistas. Entre las nubes, empequeñecido y alto, luce un cielo azul brillante. Me gusta caminar de mañana al lado del río Thompson, frío y encajonado, vertiginoso y rápido, sonoro, cantarín en ocasiones, cristalino siempre. Truchero baja, como el Sil bajaba antes de caer en las oscuras garras del carbón, prisionero después en los pantanos, nunca silente como los ríos de Kansas y Castilla. La naturaleza se vuelve vívida, elocuente, y a la vez mutante en colores, aromas y sonidos. Majestuosas águilas, osos golosos, mansos alces, huidizos lobos, leones americanos, bisontes, son reyes en estos bellos parajes.

Estes tiene calles y edificios con encanto. Huele a carne asada de bisonte y de alce, a truchas fritas y a barbacoa picante. A vainilla y a canela, amén de otros cincuenta olores y sabores de pegajoso taffy, pizza grasienta. Hasta una empinada iglesia de madera ha sido adaptada para diferentes tiendas de todo: cafés y restaurantes y boutiques, y donde los chinos, cual hacendosos quincalleros de mi vieja infancia, han instalado toda su quincalla. Se hacen tatús, hay ropa y arte del Himalaya, oxígeno para tomar y, a la puerta, en vez de una pila de agua bendita, hay pocillos con agua para los perros. En la calle principal, estirada y colorista, hay variedad de tiendas. Comanches y cheyenes nos dejan ver vestimentas, rústicos calzados y reliquias de rifles del viejo oeste americano, listos para abatir osos, alces, bisontes que, inmóviles, yacen disecados. A mediodía recorre la calle una bola de fuego que, a través de las máscaras, cosquillea los pelillos de la nariz. Al final de la calle hay una tienda celta, atendida por Aine, la bella diosa del amor, que nos habla de herraduras, fuentes y lunas, envuelta y aromada por una hermosa melodía de sonoras gaitas y panderos. ¡Era lo último que esperaba encontrar en Colorado!, para recordar a la «gordita» milenaria, «reina de las fabas y el touciño», hallada en Congosto y que, misteriosamente, un día, se la llevaron con rumbo desconocido.

Justo al atardecer, una manada de alces, alzada la testuz, justo enfrente a nuestra ventana, va dejando peladas las ramas de los árboles de la orilla del río. Tras la cena, la tele nos vende un mundo en guerra contra el Covid-19, el incendio de Beirut y las muecas de un presidente que, por no dar, por mucho que se esfuerce, no da pie con bola.

La visita al Rocky Mountain National Park es obligada. Partimos casi de los llanos, que gozan de un clima benévolo: prados verdes, poblados de coníferas y álamos. A medida que ascendemos vamos encontrando mini aparcamientos donde se puede parar, bajar del coche y admirar bellezas naturales de cuento. Cautivan la vista remiendos de nieves perpetuas, afilados picos, rocas gigantes que ancestrales y forzudos nativos, caupolicanes del norte, bajaron sembrando desde las cumbres. Nos asomamos a profundas gargantas, parlantes surcos de riachuelos, ríos profundos y verdes praderas que a mí se me antojan «Valles de Silencio», poblados de nativos en libertad y armonía. La carretera sigue serpenteando cuesta arriba, hasta elevarnos a los trece mil pies de altura (4.000 metros), donde solo crece la vegetación alpina Aquí el aire se hace silbido violento que menea el coche. Las nubes, oscas sobre nuestras cabezas, nos dejan caer chuzos de hielo que golpean con fuerza los cristales. Estamos solos ante el peligro.

Y la historia vista ayer, tras las noticias, cobra vida ahora. Las personas, aterradas, inermes y hambrientas, se vuelven fantasmas sin máscara, avanzando torpemente, y esquivando el viento helado que las zarandea. La hoguera sobre la nieve en aquellas noches invernales de 1846, era como un resorte mágico tras probar la carne asada —maná revitalizador—, de otros pioneros, a los que esperaron ver morir para sobrevivir ellos. Sigue inclemente el viento entre los pinos cimbreantes y las nubes se espesan para ocultar, avergonzados, a los 46 sobrevivientes de los 87 que iniciaron aquella larga marcha a través de un infierno helado, camino de California, cuando el brillo del oro se alió con la dulzura del fuego. La cinta, The donner Party, que lo cuenta todo, es digna de verse, más que con los ojos, con el corazón en la mano.

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