Diario de León
Publicado por
Matías González, sociólogo
León

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En España los asalariados se quejan con frecuencia de la rapacidad de los empresarios. Están dispuestos a admitir, en un esfuerzo de tolerancia, que sus homólogos de fuera de estos Reinos sí pueden ser considerados como creadores de riqueza y por tanto como elementos positivos en el marco social. Pero curiosamente se niegan a juzgar tan benévolamente a los de dentro, es decir a los nacionales, y el concepto de «capitalismo de amiguetes» les sirven de trinchera para descalificar a los de casa. ¿Qué razones puede haber para un distingo tan peregrino?

Los empresarios españoles han demostrado durante los últimos lustros, ya, que pueden presumir de gestión exitosa en muchos campos y a escala planetaria. El ejemplo más palmario es el de Amancio Ortega, el arquetipo nacional de self-made-man, iniciado como vendedor de batas de señora en una mercería barrio y a día de hoy una de las mayores fortunas del mundo mundial. Y como él, Juan Roig, creador de Mercadona, Juan Jose Hidalgo, de Air Europa, Helena Revoredo, de Prosegur, Florentino Perez, de ACS, Ignacio Galán, de Iberdrola, Ramón Areces, de El Corte Inglés y tantos otros/as. Todos ellos creadores de grandes emporios y de grandes fortunas personales. Pero ninguno de ellos heredó su fortuna sino que labró con muchas horas de labor, un cuanto de inteligencia y otro tanto de suerte. ¿Qué motivo puede justificar esa inquina a todas luces injusta contra el empresariado español, para el que se sigue reservando el cliché arcaico de vampiro chupasangre que abusa vilmente el ideario obrero, tal como eran descritos los empresarios en la primeras fases del capitalismo industrial? El elector español no es mas radical que el foráneo pero su percepción del empleador sí lo es.

No se nos ocurre otro motivo para explicar esta anomalía, que la notoria distorsión del mercado laboral de España, debida al excesivo intervencionismo del aparato sindical que ampara después la burocracia estatal. La relación laboral es una relación libre entre personas contratantes y debiera responder a la casuística propia de cualquier relación contractual. Los términos del acuerdo se pactan de antemano, en libertad y el incumplimiento del contrato, después da derecho a unas compensaciones y unas cargas.

Pero no se puede mantener el contrato laboral como un trato impuesto por una parte pudiente y otra incapaz, con el que que obliga a la primera a indemnizar a la segunda si se rompe el contrato sea cual sea la causa, pérdidas de capital o incompetencia en el desempeño. Es evidente que hay demandantes de empleo que se enfrentan al contrato de trabajo en inferioridad, caso de inmigrantes o descualificados pero en la mayoría de los supuestos siempre les queda la opción del autoempleo y objetivando sus cualificaciones pueden competir en un mercado libre como con cualquier otro producto o servicio.

Está más que demostrado que cuando esta libertad de contratación —y por tanto de rescisión— se abre paso y por tanto lleva al despido libre al salario libre, la relación entre las partes mejora claramente. Y el mercado del trabajo se hace más dinámico y acoge a más contratantes. Pero claro ésta es una de las vacas sagradas del budismo izquierdista que en lugar de fomentar la libertad de trabajo lo que hace amordazar en lo posible a los que ofertan y proteger en exceso a los que demandan.

Así vamos con ese 15 por ciento de desempleo, imposible de rebajar en 40 años de democracia, y ese 25 por ciento de economía en negro. Estas cifras son reveladoras, y no hacen falta más, de la triste incompetencia del mercado laboral en España pero a los pregoneros de la economía de las «caenas» todo que suene a liberal les parece un engendro de demonios en los que no creen.

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