Diario de León

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Kike, adiós

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MURIÓ despacio por propia voluntad. Quizá, cansado de su cuerpo. Un cuerpo que era como una geometría de angustia. Enrique Fernández, Kike, (6-10-1928), periodista, autor y director teatral, genio del ajedrez, políglota y protagonista del último medio siglo en León, falleció ayer, víctima de una enfermedad que escondió durante casi un año, escapándosele los supiros hasta el luto. En su vida hizo siempre lo que quiso. Él, que tanto construyó, se transformó tras la enajenación de La Hora Leonesa y consintió su propio exterminio. Compartí con Kike 14 años de mi profesión: en Proa, en Hoja del Lunes y en La Hora Leonesa. De aquella hornada irrepetible sólo quedan dos en activo: Victoriano Crémer y yo mismo. He asistido con dolor a demasiadas cumbres de cenizas: Ricardo Aller, Álvaro Linares-Rivas, Ricardo Gavilanes, Restituto Clérigo y Primitivo García, el gran maestre de todos: también de Kike. En la trastienda de la vida quedan dos Joaquines: Tornero y Nieves, y el eterno joven, Manolo Valdés -por cierto, mi pésame sentido por la muerte de su hermano, Gabriel Valdés Marcos, médico, que puso prólogo al adiós de Kike- en esta otoñada de musgos y lápidas. Enrique Fernández, Kike, elevó a los altares el mito de su película predilecta: Johny cogió su fusil. Se reencarnó en el indómito protagonista, que nada tenía que ver con el asesino en serie que rubricó en una carta del tarot: «Querido policía, soy Dios». Kike fue siempre alma blanca. Asistió un sólo día al colegio. Le sobrecogió la crueldad de los otros niños. ¿Cómo es posible que alguien que sólo pisó una vez el patio de un colegio haya ocupado sitial en la intelectualidad leonesa?. Ahí entró en juego su abuelo, estrella sin opacidad, que le enseñó a leer y amar la costumbre. Se desarrolló en Kike una especie de voracidad absoluta: Leía a diario Pueblo, aquel periódico sindical con «gallos» de Emilio Romero, columnas parlamentarias de Aguirre Bellver, reportajes de Julio Camarero, de Hermida o de Yale, y anuncios subliminales como el insinuante del cabaré Alazán, Encanto y belleza. Y de aquellas primeras lecturas pasó al desorden intelectual: de Kant, a Marx; de María Zambrano, a José Bergamín; de Ortega, a Galdós, Unamuno, Machado y Lorca. Alcanzó la dignidad de erudito, pero guardando los últimos cajetines de la grandeza. Kike fue fundador y director de Grutélipo (Grupo de Teatro Libre y Popular), presidente de la Federación de Ajedrez, y máxima autoridad en la materia, rubricando sus crónicas bajo el pseudónimo de «Enroque Corto». Fue un capo de los humildes, a los que amparó bajo la rúbrica de «Modestito». Yo admiré ese trabajo sorduno de Kike mucho más que cuando firmaba su crónica del partido de la Cultural en Hoja del Lunes, como Quífer. Ha muerto Kike y sigo sin entender en toda su grandeza su vida: de Madrid a Finisterre, nadie completó una colección semejante de textos de teatro. Acepto su adiós como algo grandioso: Kike, con su cuerpo de geometrías irregulares, daba clases de mantenimiento a mujeres sin años ni futuro. Sencillamente, excepcional.

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