Diario de León
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León

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a música sonaba poderosa en el todocamino climatizado, aislado del calor sofocante de un mediodía ardiente del verano tropical. Era la banda sonora de , esa película que cuenta la aventura de Colón hasta dar con su sueño en una isla que comprobó con dotes de paraíso. Sonaba pues el himno solemne cantado a ritmo de marcha por un coro de voces graves en la banda sonora, mientras al otro lado de los cristales pasaba la cinta con las imágenes del paraíso descubierto en el cuarto viaje en 1502, cuando el almirante tocó tierra continental por primera vez: Punta Caxinas, Honduras. Quinientos años después, lejos ya del sueño original, al paso del coche los ojos quedaban prendidos en rincones dispersos de selva virgen, huellas contadas del antiguo esplendor que han sobrevivido al sostenido acoso. Por ahí deben quedar por ejemplo los últimos loros supervivientes a las capturas que los han reducido a los patios y las jaulas de las casas. En los días de lluvia torrencial gritan enloquecidos, celebrando con alegría desbordada el recuerdo de la selva lejana en los tiempos de la libertad volando entre los grandes árboles del bosque enmarañado.

Por las montañas de laderas clamorosamente arrugadas en una sucesión de pliegues que parecería dictada por un delirio de locura, crecen altas palmeras de ramas gigantescas, llamadas corozos, así como ceibas aún más grandiosas. Ante los ojos sorprendidos se desarrolla toda una exhibición explosiva de color en la gama sin fin del verde. Destacan dispersos los corteses floridos en abril, cerniendo en la altura con la que se equiparan a otros árboles la masa aérea de flores de un vibrante amarillo color plátano en sazón. Los potreros marcan su verde más claro, delimitados por hileras de arbolitos tejiendo las alambradas de los deslindes que siguen la línea de las aristas de esos pliegues torturados donde pacen las vacas pacientes.

Así pues, la música sonaba insistente y poderosa a ritmo de marcha con la misma determinación con que el coche se movía cabeceando, bailando epiléptico por un camino rasgado en grandes grietas de arcilla y con piedras al aire lavadas por las lluvias tropicales. Colón había conquistado un sueño, pero después vino la aventura de conquistar el territorio ya concreto y concretándose a medida que el avance descubría nuevos atractivos para la codicia. Así fue con él y así sucedió también en este lugar por el que el coche avanzaba, donde esas líneas de deslinde eran las pruebas de una conquista, fruto de una determinación, atendiendo al erizado espacio donde surgieron, comparable a la cantada en el himno de la película. El paraíso de otrora ofrecía en ese mismo ámbito las maderas del caoba y el cedro. A mediados del siglo XX grandes empresas madereras entraron en estas montañas y abrieron caminos imposibles en laderas de vértigo, que aquí llamaron y llaman brechas, cuyas huellas aún permanecen visibles en algunos tramos. Uno de esos espacios montañosos, grandioso en su profusión de valles y ríos, fue curiosamente bautizado como Abisinia por algún directivo o ingeniero de la empresa de origen italiano, a quien su aventura le debió recordar la de sus compatriotas en la Abisinia original. El nombre se conserva, ahora para nombrar la población surgida hacia los años 70, asiento de colonos procedentes de otras zonas del país, que aquí encontraron las tierras vírgenes para el relevo de las exhaustas suyas. De modo que, cuando las empresas madereras acabaron con el caoba y el cedro, los campesinos desplazados concluyeron la tarea de limpiar los cerros para sembrar el maíz y el frijol, base de su alimentación.

Ya antes de las madereras otros habían encontrado rincones de paraíso para sus plantaciones bananeras. Ocurrió a principios de ese siglo y fue en las riberas de los grandes ríos en los valles anchos y plácidos, donde trazaron líneas de ferrocarril para el transporte de la fruta hasta los puertos. Las poblaciones que fundaron ahí siguen junto a otros campos ahora ya sin ferrocarril. También en este caso algún encargado era norteamericano, pero de origen italiano, como el mismo dueño, apellidado Vaccaro. Así que en su conquista y recordando acaso que al descubrimiento de Colón lo bautizó un italiano, él no se quedó atrás y no se le ocurrió otra cosa que rotular las poblaciones fundadas en los campos con nombres de ópera. Por sorprendente que parezca, ahí siguen cuatro de Verdi: Traviata, Trovador, Aída y Rigoletto (esta curiosamente transformada en Reguleto); dos de Puccini: Tosca y Bohemia; y otras dos de Donizetti: Lucía y Elixir. Se añaden otras menos conocidas, como Lorelay (adaptación de Loreley), Nerone (adaptada como Nerones) y Fausto, aquí Faust, sin la o final. Son diez las óperas, a las que habría que añadir, en relación con ellas, Lanza, por el gran tenor, y acaso también Cantor.

Pero siempre es así, el conquistador deja su huella, o no lo sería, y es una huella poliédrica, con frecuencia mordida de nostalgia del mundo lejano que dejó atrás, así Bernal Díaz del Castillo, que en Guatemala siempre añoraba las campanas de Medina del Campo. Al final se repite la vieja historia del cazador cazado y el conquistador, nostalgia aparte, suele acabar, como Dios manda, conquistado.

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