Diario de León
León

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Conocí a Leopoldo María Panero en el exilio de la ‘mafia leonesa’, en el refugio de la calle del Pez. Entonces, creo, no llevaba todavía el María. Estaba allí con sus hermanos, Michi y Juan Luis, un poco ensombrecido por su carisma. Tenían algo los Panero, algo que hacía sucumbir a la parroquia en una mezcla de admiración, curiosidad y morbo. Quién sabe si les pesaba, si les dolía, si camuflaban todo en la aparente naturalidad del exceso. Ellos y sus personajes. En la calle del Pez se reverenciaba a la saga. Su presencia allí —Michi era casi perpetuo— garantizaba una gran tertulia, sin garantías, disparatada. Quizá les gustaba provocar. Quizá no podían escapar de su papel. El Desencanto era por aquel entonces un documental de culto entre la progresía. Una explosiva exhibición de lo que toda familia habría luchado por ocultar. Ellos no.

La última vez que vi a Leopoldo, esta vez sí María, Panero fue, creo, en León. En el Auditorio, creo. Se tomó todas las Coca-Colas que le vinieron en gana. Y fue a mear cuando le vinieron las ganas. Sin cortarse. Como en la calle del Pez, me siguió pareciendo el más libre, el más lúcido. Clarividente hasta la enajenación. Un poeta inmenso. Y un ser humano.

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