Nicomedes, el verdugo que amaba su oficio
Un asesino en serie ‘legal’. Nicomedes Méndez ejecutó a reos en León, Astorga y Sahagún. Fue el verdugo español más célebre. Gaudí le quiso inmortalizar en la Sagrada Familia. Un libro saca ahora a la luz su historia. El garrote vil, primero en la Plaza Mayor y después en la Prisión Provincial, funcionó ‘a destajo’.

Imagen de un agarrotamiento; a la izquierda portada del libro. CORTESÍA DE SALVADOR GARCÍA JIMÉNEZ
Era un profesional de la muerte. Un ‘matador legal’. Nicomedes Méndez fue el verdugo más celebre en la historia de España. El escritor Salvador García Jíiménez, tras años de seguirle la pista por protocolos notariales y archivos municipales y parroquiales, publica ahora Nicomedes Méndez, el verdugo de Barcelona (Alrevés Editorial) . Entre 1877 y 1908 liquidó a ochenta personas; «él decía que a 92», cuenta el escritor murciano. Antes de ser el verdugo titular de la Audiencia de Barcelona ejerció el oficio durante once años en Valladolid, desde donde se desplazaba a León para ajusticiar a presos condenados a la pena capital.
Eran los tiempos en los que el garrote vil se colocaba en la plaza principal, «con asistencia de 4.000 y 5.000 espectadores». El espectáculo de la muerte en directo. «El teatro era el patíbulo». «Cuando acababa la ejecución, los niños se subían al patíbulo», explica el escritor, autor también de No matarás. Célebres verdugos. «Convirtieron las ejecuciones en un juego. Uno hacía de cura, otro de reo y uno de verdugo», relata. Hasta que un niño acabó muerto. Quizá este hecho alentó a que a principios del siglo XX los ajusticiamientos se llevaran a cabo en el interior de las prisiones.
León requirió en tres ocasiones los servicios de Nicomedes Méndez, natural de Haro, un hombre que adoraba su profesión hasta tal punto que guardaba retratos —fotografías o dibujos a plumilla— de todos los reos a los que eliminó. En 1869 se desplazó a la capital leonesa para agarrotar al sacerdote de la Catedral Antonio Millá, sentenciado por liderar una de las cuadrillas carlistas que se alzaron ese año. Finalmente, el reo fue «indultado en capilla».
Ese mismo año el verdugo acudió a Astorga para infringir el máximo castigo a los protagonistas de un caso que había armado mucho revuelo. Se trataba de los autores del crimen del juez Sebastián Martínez y Obregón y su criada, a los que asesinaron para hacerse con un botín de 11.000 pesetas. Méndez dio garrote vil a Miguel Alonso, José Carro y Pascual Alonso. Al cuarto encausado, Camilo Rubio, quizá por tener solo 18 años, se le aplicó la ‘pena de argolla’, que consistía «en exponer al reo a la vergüenza pública, sujeto por el cuello con una argolla a un poste, mientras contemplaba la ejecución de sus compañeros», cuenta García Jiménez.
La última vez que Méndez actuó en León fue en 1872. En esa ocasión la ejecución tuvo lugar en Sahagún. El reo era Santiago Iglesias García, aliias ‘Pilatos’, de 28 años, sentenciado por asestar trece navajazos a una criada, a la que mató para robarle 30 reales.
«Méndez no quería que sus reos tuvieran ni un segundo de agonía». No todos eran tan «profesionales» y amantes de su oficio. En España había nueve verdugos, uno por Audiencia Territorial, de ahí que en León acudiera el titular de Valladolid. «Había verdugos mayores, con poca fuerza y otros que acudían borrachos», como los protagonistas de la inolvidable película de Berlanga (José Isbert y Nino Manfredi). «Esos verdugos hacían sufrir al reo lo indecible, que tardaba hasta quince minutos en morir», asegura el escritor.
Nicomedes Méndez, en cambio, un hombre que siempre tenía sus herramientas limpias y vestía impecable, con traje negro y sombreo, —cobraba un sueldo equiparable al de un catedrático—, llegó a perfeccionar el garrote vil. Introdujo un punzón, que perforaba el bulbo raquídeo, para abreviar la tortura. «Lo aprendió en los toros, del descabello», afirma el autor. «La tauromaquia tiene cierta relación con el garrote vil». Con frecuencia Méndez, un diestro en el oficio de matar, daba «la alternativa» a los recién incorporados, funcionarios de justicia de la escala más baja. «Les enseñaba los métodos y les acompañaba en sus primeras ejecuciones».
Alardeaba de reconocer si un preso era culpable o inocente, con mirarle a los ojos. Solo en una ocasión supo que tenía enfrente a un inocente. «Creo que la justicia se ha equivocado», confesó. «Pero lo ejecutó igualmente, porque era su trabajo», aclara el escritor. García Jiménez recoge en su libro declaraciones y testimonios documentales de cómo ejercía su oficio con orgullo. A un condenado tuvo que llevarle en brazos hasta el patíbulo, porque le flaqueaban las piernas. A él, por el contrario, no le tembló el pulso cuando tuvo que ejecutar a mujeres.
Una vida trágica
Durante su etapa en Barcelona, la Audiencia estaba en el que hoy es el Palau de la Generalitat. «Allí acudía a los juicios en los que el acusado podía ser condenado a muerte». En los sótanos del edificio guardaba los utensilios de matar. «Tenía cuatro garrotes», que llegó a emplear a la vez con cuatro presos en Villafranca del Penedés.
Admiraba a Anatole Deibler, que ejecutó en la guillotina a 400 personas. Fue a verle «actuar» a París. «También quería viajar a Estados Unidos para comprobar cómo funcionaba la silla eléctrica». «Quería ser el mejor en su oficio», sobre todo cuando el Ministerio de Gracia se planteó reducir la plantilla de verdugos a uno, por la escasez de ejecuciones.
Cuenta García Jiménez que Gaudí habló con Méndez para inmortalizarle como verdugo en la escena de la Crucifixión de la Sagrada Familia, pero el arquitecto no logró convencerle para que le tomaran un molde del rostro.
Nicomedes pagó caro su oficio. La gente se baja del tranvía o salía de los restaurantes cuando aparecía. Y eso que solía dejarse barba y bigote para no ser reconocido. Su hija se suicidó a los 20 años cuando su novio la abandonó al enterarse de la profesión del padre. Y su hijo, que desde joven le ayudaba como carpintero a levantar patíbulos, acabó con una camisa de fuerza en un sanatorio.
El escritor localizó el nicho en el cementerio de Montjuic donde yace el verdugo que amaga su oficio.

Imagen de un agarrotamiento; a la izquierda portada del libro. CORTESÍA DE SALVADOR GARCÍA JIMÉNEZ

Imagen de un agarrotamiento; a la izquierda portada del libro. CORTESÍA DE SALVADOR GARCÍA JIMÉNEZ