Diario de León
Imagen de archivo de los Puericantores en la Catedral, dirigidos por Romualdo Barrera

Imagen de archivo de los Puericantores en la Catedral, dirigidos por Romualdo Barrera

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Miguel Ángel Nepomuceno - león
León

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Hace tiempo que las cosas entre el deán de la Catedral, Felipe Ramos y la música, no van bien. Y no me estoy refiriendo al incidente último con los Puericantores, sino en todo lo que conlleva música en el sagrado recinto. Me consta que entre el capitular y las semifusas anda suelto un duende que le tiene desazonado desde hace años y no es precisamente por insensibilidad hacia el bello arte de Terpsícore, sino porque a don Felipe le duele en sus carnes que se haga «música tan mala» en un lugar tan sagrado como el que regenta. Y por eso a veces sucede lo que sucede, que pierde los estribos y le llevan los demonios cuando escucha un órgano desafinado o a unas voces destempladas, incluidas las de sus colegas, y, sin pararse en mientes de si son blancas o sin son negras, se olvida de las formas más elementales de la cortesía y arremete con toda la furia de un inquisidor hacia los herejes de la corchea. Y esta vez se le fue la mano. Lo hizo en mal momento y sin pensar demasiado que esos niños que cada domingo van allí a cantar con las mejores intenciones y a veces haciendo un gran sacrificio, no tienen la culpa. La culpa la tiene ese duende que le recorcome y no le deja vivir en paz. Y a eso, don Felipe hay que poner remedio de inmediato. Usted merece un gran tirón de orejas por lo que dijo, y los niños y director otro por cantar destemplados, que me consta, pero para eso se ensaya, y si no gusta como lo hacen se les reprende, se les traslada o se les echa, pero nunca jamás dando rienda suelta a la ira desde un púlpito que sólo genera  odio y abre la veda de la caza del cura y los tiempos que corren para la iglesia, querido deán, no están precisamente para tirar cohetes. Sinceramente, pienso que la cosa estuvo mal, que nunca debió ocurrir y que cada parte implicada ya ha tenido su desahogo y su tiempo de acusaciones y descalificaciones. Ahora creo que es llegado el tiempo de la reflexión, de los «mea culpa», de «dejar que los niños se acerquen a mí» y, si hace falta, de las disculpas, pero por favor, no convirtamos esta hermosa e ilusionada iniciativa de unos muchachos que sólo quieren cantar lo mejor que saben o les enseñan, en un asunto de estado, porque en épocas de elecciones, cuando los políticos huelen la carnada, se lanzan sobre ella como aves carroñeras para su beneficio, nunca para el del pueblo al que deberían servir; y eso, bajo ningún concepto lo podemos permitir. La Catedral necesita, pese a quien pese, un coro de voces blancas para los oficios litúrgicos, como lo tiene cualquier catedral que se precie, pero también un coro que cante con la dignidad que requiere el primer templo de la ciudad y si para eso hay que ensayar más la cosa tiene fácil solución. Pero no dejemos que la polémica traspase los límites de lo sensato, porque de otro modo nos convertimos en la comidilla de los foráneos y como reza el viejo dicho: «a esos que les divierta su madre».

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