Diario de León
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León

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Parodiando el título de la optimista canción imaginada por Joan Manuel Serrat, seguro que hoy va a ser un gran día pues la selección española debuta por fin ante Suiza en un Mundial que, no podemos negarlo, en principio pinta bien para la Roja. Nuestro combinado de locos bajitos lleva una infinidad de partidos sin conocer la derrota y, con todo merecimiento, se ha ganado el bonito derecho de soñar hasta el final. El juego preciosista, dinámico y solidario evidenciado en el último partido de preparación ante Polonia, equipo que se abrió de piernas y firmó una rendición en toda regla después de recibir una goleada de escándalo, permite alimentar unas expectativas que traen en jaque al país, convencido de que tan sólo el fútbol puede hacer soportable el tedio de lo cotidiano.

El salto de calidad experimentado por el once hispano tras alzarse con la Eurocopa del 2008, lograda a partir de un juego casi de otro planeta, no puede hacernos olvidar los pobres argumentos futbolísticos mostrados hasta hace bien poco por la selección, habituada a pasar casi de puntillas por el concierto internacional. Únicamente el castizo arrojo concretado en la llamada furia española logró rescatarnos del pelotón de los torpes, hasta situarnos en el Olimpo donde ahora nos codeamos con vacas sagradas como Brasil, Italia o Alemania. Resulta curioso, pero ese arreón de raza que nos ha solventado tantos y tantos partidos se debe a un jugador vasco, Belauste, cuya ideología política estaba muy cercana a los grupos independentistas y, por definición, antiespañoles. Se disputaba el choque por la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Amberes, en 1920, cuando Belauste gritó a un compañero: «¡A mí la pelota, Sabino, que los arrollo!». Y así ocurrió, marcando con el pecho un gol que resultaría decisivo en la victoria contra Holanda. De esta forma nació un concepto fundamental dentro del patrimonio futbolístico patrio: la furia española, un ímpetu ciego y desbordante que acompaña al entusiasmo y la sed de victoria.

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