Diario de León

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León

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Las sopas de ajo son mi plato preferido, por sano y sencillo. Y es así hasta el punto de que nuestra frágil, pero ya real jubilación, está sometida a la salvación que este modesto plato trae consigo. Se lo digo a María José y ella sonríe, pero sabe que es cierto. También ella comparte conmigo este gusto. Y también era el plato preferido de mi madre. El aroma de las sopas de ajo entreabren mi memoria, me llevan hasta mi abuelo el herrero, hacia las dos lagunas y la fuente, hacia el canto de las ranas, a otros aromas, como los de la jara en el horno, o el del pan y los bollos recién salidos del mismo, a las noches con la Vía Láctea, cuando los míos me enseñaron a mirar hacia arriba sin olvidar la humildad de lo de abajo. Los gorriones y sus nidos. Los caminos de las viñas y los mostos de las bodegas. El sol caído en tierra de la era. Un pueblo vivo, sin ruinas y sin emigración. Una vida humilde, pero viva, antes de la desacralización de la realidad, de los montes que arden, del dinero global, de las sociedades enfermas. Y siempre ese punto entre las dos cejas, cuando cerrábamos los ojos bajo la manta de lana y se nos concedía todo. Fuera, en lo negro, la lechuza blanca.

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