Diario de León

León vintage

Esta serie de textos inéditos forman parte de una futura publicación de la colección «León insólito»..

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León

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Cuando León se convertía en una estufa y en la ciudad se posaban toda la alegría de los meses de verano, los miasmas del calor tenían no obstante la última palabra. Enfermedades y achaques de todo tipo aquejaban a la ciudadanía, que siguiendo los dictados de un saber ancestral echaba mano a las hierbas y pócimas de toda la vida. De la rebotica y botámenes de las principales farmacias capitalinas, con la de la familia Merino a la cabeza, se escapaban todo tipo de aromas medicinales, mientras la clientela aspiraba con fruición el suave y un tanto mórbido ambiente de las retortas, emplastos y cataplasmas. Vivencias que se pierden en el túnel del tiempo daban por cierto y probado la virtud o maleficio de ciertas hierbas, que a decir de las habladurías populares servían tanto para un barrido como para un fregado.

Quiere la tradición que las hierbas de mayor poder curativo y enamoradizo son las que se cortan en la noche de San Juan, cuando la euforia de las gentes se eleva hasta el cielo en forma de fuegos artificiales. Siempre se aseguró que el trébol hace milagros. Una taza diaria de dicha infusión quita la fiebre, los males del estómago, prolonga la vida, proporciona a la tez de la mujer un aspecto más sensual y además sirve para hacer filtros de amor. En esa noche, las santeras aprenden a curar y adquieren mayores poderes. Según contaba cierta mujer dedicada a semejantes artes que tenía consulta abierta en León, la muchacha que bailaba alrededor de nueve hogueras en la noche de San Juan, de seguro se casaba antes del año. Existían igualmente numerosas formas de averiguar ciertas cosas de interés para las enamoradas, una vez cumplimentadas las pertinentes oraciones: el nombre y el oficio de su galán, el número de hijos, así como los golpes de fortuna o adversidad que llegarían en el transcurso del año.

A comienzos del pasado siglo, era moneda común que las gentes de los pueblos ubicados en el alfoz viniesen hasta la capital con la intención de vender los productos de sus huertas. Unos acudían tan solo a los animados mercados y ferias, mientras que otros lo hacían diariamente para el suministro cotidiano de la población. A muchos les servía como medio de sustento, y a casi todos les proporcionaba el numerario suficiente para comprar en los almacenes y comercios, cuyas agotadoras jornadas comenzaban a las ocho de la mañana y se prolongaban, sin interrupciones ni siquiera para comer, hasta las nueve de la noche.

NIGROMANTES

Los aldeanos montaban pues sus puestos callejeros, rebosantes de las yerbas más acreditadas por sus propiedades curativas. Un catálogo muy completo que incluía especialidades laxantes, diuréticas, para la sangre, el hígado e incluso las consagradas a acrecentar la leche de las mujeres. Y otros, que se titulaban sanadores por su cuenta y riesgo, te curaban los males presionando en algún lugar escogido del cuerpo o te vendían unos dijes hechos de huesos y dientes de animal que servían, según su docta opinión, para el mal de ojo o para atraer a la siempre esquiva fortuna.

Cuentan de una vieja bruja, conocida como la tía Coruja, que decía era nigromante. Estaba tan encorvada que su barbilla casi tocaba el suelo, postura que le hacía parecer en una eterna reverencia. Su cara surcada de arrugas, que eran tantas como los años de su vida. Cuando alguien se la encontraba por la noche, creía estar viendo más bien un espécimen surgido de las calderas de Pedro Botero que a un ser humano. Su habitáculo era un cuartucho a ras del corral correspondiente a una antañona casa situada en una callejuela del viejo León. Su yacija consistía en un desvencijado colchón de paja, mojado por fluidos que casi es mejor ignorar. Pero a pesar de todo ello, tenía una numerosa y entregada clientela.

Ello, fundamentalmente, porque su particular recetario era de lo más variado. Por ejemplo, curaba la tosferina con un jugo de hojas de higuera, mientras que el tratamiento para la vergonzante blenorragia se cimentaba en el caldo de cocer los garbanzos. Para los dolores de vientre, la tía Coruja cocía unas pieles de pepino con malvavisco y regaliz. En cuanto a las lombrices, lo indicado eran unos polvos llamados de «pedo de lobo», aliñados con raíz de cardo borriquero. Y para la diarrea, preparaba una mixtura conocida como «tapaculos», y perdonen por el palabro, que es el fruto del rosal silvestre. A su modo y manera, la tía Coruja alivió los males de generaciones de leoneses. Que Dios la tenga en su gloria.

javier tomé

pepe muñiz

leonalsol@diariodeleon.es

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