Diario de León

Luis Artigue EL AULLIDO

La del pirata cojo

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León

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CON motivo de las fiestas de san Juan y de san Pedro las calles se han llenado de vendedores colombinos, comerciantes de la música pirata, mercaderes de la banda sonora, minoristas del CD a buen precio, dos por cinco, trajín de tenderos que al grito de -¡agüita!- desmontan el kiosco a la velocidad del rayo, espectáculo que es siempre más agradable que escuchar a la perifollada dependienta de una gran superficie preguntando si Bach se escribe con B o con V. A los que no compramos industria sino que compramos música, la verdad, nos importa poco, pero la polémica está servida. Por un lado está los defensores de la piratería. Gente como Kiko Veneno, que muy genialmente dice que nunca a oído a un productor hablar de música, y que por lo tanto, él no va a hablar de negocios; o como Manu Chao, que opina que la música se hace en el directo y eso es imposible de piratear. También en este bando están los que ven una posible salida a la inmigración, una esperanza de futuro para quienes se ganan la vida trabajando de sol a sol, vendiendo pañuelos, alfombras o discos piratas. Aquí cabría destacar al escritor Ignacio Abad, quien dice: -ya nos gustaría a los poetas que vendieran nuestros libros los piratas, eso significaría que la poesía sigue llegando todavía a la gente- o el cantautor Joaquín Sabina, al que si le dieran a elegir entre todas las vidas, escogería la del pirata cojo. Así me gusta. Luego están los críticos, los detractores, como decirlo, los insatisfechos, los que no se sienten realizados con vivir de lo que les gusta, los peseteros, o mejor, los -eureros- que tienen ansias de más, de vivir a lo Elvis, y sentar sus maravillosos culos sobre retretes de oro. Este bando, que cuenta con gente que merece todo mi respeto, tiene como abanderado a Ramoncín. El bueno de Ramoncín. Qué paradoja tan grande. Este señor se ha hecho de platino gracias a una agrupación de piratas, de esquilmadotes, de buitres que se nutren con las deudas de los demás, esto es la SGAE, la sociedad general de autores de España, cobradores del frac que se forran a base del pequeño y mediano empresario. Si uno monta un bar, a parte de todas las licencias y permisos, tiene que pagar por poner música. Han leído bien. A demás de comprar el disco, tiene que dar dinero a la SGAE para que le dejen escuchar lo que ya ha pagado. Y gracias a esto el rey del pollo frito come jamón de jabugo, y los litros de alcohol que corren por sus venas, mujer, no son de garrafón, sino de gran reserva. Este señor sostiene que la música (¿querrá decir que la industria de la música?) no tiene porqué sufrir los problemas de la emigración. Así me gusta, altruismo y solidaridad. También dice que el que compra música en una manta es un inculto. Eso sí que me toca el corazón. Perdone, don Ramoncín, pensaba que era misión del arte llegar a la gente, deleitar, hacer crecer el horizonte del espíritu, amansar a las bestias, y resulta que no, que lo verdaderamente importante es engordar su cuenta corriente, señor gramático del argot. Hace unos días vi las condiciones paupérrimas en las que viven buena parte de los actores de nuestro país. Son los segundones de toda la vida. Famosos de los que nunca llegamos a saber el nombre y que al cruzárnoslos por la calle reconocíamos vagamente. Viven en pensiones, en pisos húmedos a las afueras de Madrid, de alquiler y de prestado. Nos han hecho reír y llorar, nos han aburrido y nos han emocionado, y han estado ahí, haciendo cine cuando en España eso era tanto como hacer equilibrios. De estos no se hace cargo la SGAE. No porque no deba, ya que los actores también son autores de su trabajo, sino porque no interesan. Estos ya no van a hacer ricos a nadie. Es más eficaz evitar que el indio de la manta coma caliente. ¡Agüita, que viene la SGAE!

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