Diario de León

Francisco Sosa Wagner SOSERÍAS

Esplín y fantasmas

Publicado por
León

Creado:

Actualizado:

ESTAS jornadas otoñales, que vienen de unas vacaciones y van a otras aún desdibujadas, propician el esplín, una suerte de melancolía vaga que nos llevaría a maldecir el mundo y sus aledaños o a abandonarnos en un sopor de distancias, de aislamiento o, quien sabe, a tomar decisiones heroicas como hacer yoga o terminar de leer el Ulises. El esplín es cosa primorosa para practicarlo de una forma lánguida y sensual, aunque me parece que debería hacerse dentro de la contención. Del esplín habló ya en el XVIII Iriarte: «es el esplín, señora, una dolencia/ que de Inglaterra dicen que nos vino» aunque el gran experto en esplines fue, en el XIX, Baudelaire para quien «nada existe más largo que los días ingratos» por lo que se imponía conjurarlos a base de vino y también de un poco de hachís. Baudelaire escribió los paraísos artificiales pero de él lo que queda es el paraíso poético de las flores del mal. Luego, en el XX, Umbral ha tratado mucho el esplín y, durante un tiempo, se dejó mecer en un esplín madrileño, de olor a fritos y a besos delincuentes, un esplín que se hallaba lindero con la nostalgia, nostalgia de mujeres jarifas a las que poder madrigalizar con tacto. Mucho tacto. El esplín quiere ser una salida elegante y bien literaria ante la rutina de la oficina, del compañero, de la cuenta de gastos, y cualquiera de los habitantes de nuestras ciudades está en su derecho de abandonarse a él. El desánimo sería así la respuesta a los compromisos más enojosos y, entonces, quien a él recurra debe practicarlo con convicción y con el atuendo adecuado: buenas ojeras, tristes y profundas como la laguna Estigia, barba crecida y apta para acometer, cabello abandonado a su pringosa suerte... El practicante del esplín debe dar pues una imagen lograda de un hastío preciso y linfático, también de una hipocondría meritoria pero, sobre todo, debe estar dispuesto a anunciar su suicidio sin excusas. Convirtiéndose así, por esta vía, en un fantasma con esplín. No se ha pensado la relación entre estas vivencias esotéricas y el esplín propio de quienes se creen en este mundo pero están en rigor en el otro. Y sería preciso reflexionar a partir de los fantasmas literarios, ejemplo de los cuales es el de Canterville de Oscar Wilde al que se le proporcionó un frasco de lubricante para que pudiera engrasar las cadenas que arrastraba, una untura eficacísima con certificados acreditativos. Pero, con ser este el más conocido y el más celebrado, no debemos olvidar otros como los que salen en varias de las páginas fantasiosas de E. T. A. Hoffmann, especialmente en un cuento que se llama Majorat y en ese otro que tiene como protagonista a una señora que acude a misa en la media noche y allí empiezan a aparecer todos los ex-habitantes, los muertos que pasean ante ella su desgana de aparecidos, una desgana en cierta manera oficinesca como el aparecido del bosque de la novela de Fernández Flórez. Porque eso es lo malo que tiene la eternidad, lo larga que se hace. Y es lógico que por ella extienda su decadencia nostálgica el fantasma importuno. Son los fantasmas de relatos de Dickens o de Meriméé que, además de a la cosa folklórica, le daba al relato estremecedor, caso de las almas del purgatorio, o de Allan Poe que nos metía en el corazón en un puño o la historia de Knut Hamsum que se llama un fantasma y que es un prodigio de destreza narrativa, con un resucitado que enseña una dentadura a la que falta un diente, el diente que... pero no lo cuento para no estropear el entretenimiento a mis lectores. Creo que el esplín, como en definitiva los fantasmas, son más bien asuntos de países con poco sol. Porque quien pueda subir a una montaña en los Picos de Europa o acercarse a Llanes o comerse una fabada o un lechazo acompañado de unos vasos de vino o probar el jabalí o tomarse unas pastas de las clarisas de Carrión de los Condes merece el máximo castigo si se abandona a ese esplín. Quien pueda deleitarse así, por muy cruel que sea el trabajo que le tenga aherrojado, debe encarar su suerte con un optimismo sosegado. Es decir, con el ánimo decidido a tender una emboscada certera, con el uniforme de fantasma, al esplín.

tracking