Diario de León

Luis Artigue EL AULLIDO

El viajero se ha ido, como es lógico

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LA muerte de Terenci Moix es como la muerte de un compañero de juegos que se fue a vivir a Alejandría y al que hace mucho tiempo que no vemos, y sin embargo la noticia de su fallecimiento nos abre igualmente un boquete en el ánimo. Si dicen que nadie es imprescindible, desde luego hay nombres insustituibles en el concierto de un país, entre los cuales se encontraba el de este escritor y personaje. Ha muerto el cronista gamberro, naïf y culto; el que nunca se perdió ninguna movida interesante; el que no dejó de contárnoslo con interés. Estaba en Roma en los 60, en Londres en los 70, Nueva York, París, en Barcelona últimamente y en Egipto siempre. Le fascinaba el cine americano clásico y construyó un mundo narrativo excéntrico con varios registros, mucho desparpajo e ironía, gran aceptación y, principalmente, enorme dignidad. Su novela El día que murió Marilyn (retrato del despertar barcelonés entre los años cuarenta y sesenta, y una lúcida historia sobre el ambiente pequeño burgués, el miedo, el deseo irrealizable y el silencioso naufragio de unos jóvenes) ha sido convertida por los lectores y el tiempo en el hito iconoclasta de una generación. Desde que en 1986 le concedieran el Premio Planeta por No digas que fue un sueño (espléndida novela que narra los amores tormentosos de Marco Antonio y Cleopatra, poniendo en contraste la decadencia del amor y la propia decadencia del imperio egipcio) nosotros, el público, hemos seguido con devoción a este autor paródico, nostálgico, a este narrador profundo y frívolo al mismo tiempo. Ahora nos queda una sonrisa triste en la boca al releer sus descarados tomos de memorias, o su trilogía de alta novela urbana que forman los títulos Chulas y famosas, Garras de astracán y Mujercísimas, pero sigue faltándonos demasiado. Tratándose de una persona luminosa y de gran elocuencia, de un agitador moral con talento y argumentos, hemos perdido la posibilidad de escucharle en entrevistas de televisión y radio, hemos perdido su natural imagen pública y esas opiniones que dotaban al mundo de otro color; hemos perdido su calidez humana. Terenci Moix pone punto y final, no a una vida amanerada sino a una vida a su manera. Se va a fumar a otra parte, viva la vida, muera la guerra. Se nos ha muerto como del rayo un hombre romántico, todo él sueños y letras: inspiración de las elegías. Se nos ha ido de las manos y se ha roto en mil pedazos al chocar contra el suelo como un ánfora de barro. Así. Se ha quedado a vivir, como todos los muertos, en la memoria de los vivos. Una buena forma, pues, de prolongar su vida un poco más es recordarle mientras leemos, por ejemplo, esa última novela, El arpista ciego, terapia musical escrita por un fetichista que nos transporta, una vez más, al Egipto faraónico: esta vez conoceremos personalmente a Tutankamon. El día que murió Marilyn este mundo perdió una musa y ganó una leyenda, un mito. Pero el día que murió Terenci Moix había una guerra imperialista centrando o dispersando la atención, y por eso el mundo no se enteró completamente de esa derrota. ¿Entre las bombas y la muerte se están cargando la posibilidad de mitificar? Terenci Moix, el novio de la vida, el del pulmón de acero, ha dejado este mundo y se ha convertido en materia de fantasía, él que tanto amó la ficción y la fantasía. Dicen que las palabras se las lleva el viento pero hay algunas palabras geniales que pululan por el aire, ésas que, al respirarlas, nos mantienen vivos. A algunos escritores también se los lleva el viento pero otros se quedan flotando por la atmósfera, espíritus líricos, benévolos fantasmas, magos, presencias en el imaginario colectivo. Terenci Moix marchó para quedarse y, ahora, lo leemos ya por puro agradecimiento como se hace con los clásicos. Terenci, ha venido la muerte para bailar contigo. Ella fuma por boquilla y viste con glamour como una de tus adoradas estrellas del celuloide. Venga, vete tranquilo. Si preguntan por ti con resignación diremos: el viajero se ha ido, como es lógico.

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