Diario de León

| Reportaje | Querida Rottenmeyer |

Requiem por un comedor escolar...

Más allá de moralejas, perdices, princesas o grillos pepitos, si algo han aportado los dibujos a la memoria colectiva de niños y no tan niños han sido sus personajes

El comedor escolar es uno de los lugares más «temidos» por los niños

El comedor escolar es uno de los lugares más «temidos» por los niños

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Más allá de moralejas, perdices, princesas o grillos pepitos, si algo han aportado los dibujos a la memoria colectiva de niños y no tan niños a lo largo de la historia, han sido sus innumerables personajes. Héroes, villanos, magos, brujas, animales e incluso seres sin género definido traspasan a diario las fronteras de lo irreal para incrustar sus más que reales personalidades en determinados humanos.

Todo estudiante ha sentido alguna vez cómo su amada profesora de historia guardaba un espectacular parecido con una de las protagonistas del cuento que su padre, cual antídoto infalible para dormir, le había narrado la noche anterior. Lo malo es que la mayoría de esas historias terminaban por convertirse en pesadillas. La mía renacía cada mañana con el toque de la sirena que, cuando para el resto de mortales servía como anuncio inequívoco de que sus cuerpos quedaban liberados de la prisión del saber, -”al menos hasta la jornada vespertina-” a mí me condenaba a tenerme que enfrentar al infierno del comedor escolar y su regenta doña Josefina, más conocida como la señorita Roter Meller.

Era el infierno sí, o al menos como yo imaginaba que debía ser aquel lugar tan citado por el profe de religión y al que el director solía mandar con frecuencia a esos inspectores de Educación. Ubicado en el sótano, en la última puerta, del último pasillo, de la última estancia del colegio, el comedor, a priori, desprendía buenas sensaciones, sobre todo los días que había pasta. Su olor hipnotizaba y llegar hasta él se tornaba en una carrera de obstáculos donde el único objetivo era dejar atrás al mayor número de compañeros para conquistar las mejores mesas. Justo en ese instante, en el que enfilabas -“casi resbalando-” la curva para coronar la meta, el capón de Roter Meller, acompañado de su séquito de voces y juramentos, te devolvía a la cruda realidad, empezaba el martirio. Aquella mujer de pelo negro, apañado siempre con un puntiagudo moño, gafas redondas, mirada sepulcral y un «pitido en la voz» capaz de traspasar las barreras del sonido, se escondía tras la puerta esperando ansiosa a sus víctimas.

Un tétrico lugar

Tres filas de mesas se extendían a lo largo de toda la sala. Al fondo, la cocina, en un extremo ventanales opacos cohibidos por rejas y al otro, sólo muros. Si la cosa iba bien, en apenas 40 minutos todo habría acabado, esperaba el patio y una hora de diversión. Pero zafarse de doña Josefina era ardua tarea. Los días denominados como «estás de suerte chaval», en los que el rancho se tornada en menú sin más, deseabas repetir, aunque lo único que se repetía era la respuesta de Roter Meller; «no queda más comida, así que piérdete mocoso». Pero ay de aquéllos en los que preferirías no tener ni vista ni olfato, una hora de ejercicios intensivos de matemáticas a su lado significaba el cielo. Tu plato rebosaba de ese «híbrido» llamado comida hasta cuestionar las leyes de la física. Para sobrevivir, resultaban importantes dos cosas; manejar el arte del intercambio cual maestro de la magia y tener algún amigo glotón sentado a tu vera para, en el único micro segundo en el cual Meller retirase su mirada de tu cogote, intercambiar la bandeja.

Cómo no, la cosa casi nunca salía bien, y es que visto el género seleccionado para nuestra alimentación, el número de glotones era cada año más escaso.

Total, que doña Josefina te había vuelto a cazar en pleno trueque y ahora ya contaba con una buena excusa para destriparte. Primero un nuevo capón -”su arma favorita-” luego gritos en todos los idiomas conocidos y por conocer, más tarde, te arrastraba hasta su mesa para terminar por taponarte la nariz, abrirte la boca, e introducirte los restos de su comida de una sola pinchada. Al resto de camaradas ni se les pasaba por la mente alzar la vista por lo que pudiera ocurrir.

No mires atrás

La cosa, claro está, nunca terminaba ahí. Tras librarte de sus garras y rezar cualquier oración para no devolverle su entusiasmo nutricional en forma de vómito, recoger las bandejas de todos los comensales, barrer e incluso fregar el comedor se tornaban en el menor de los males. Por supuesto aprendías la lección, pero Roter Meller siempre encontraba un pobre alma a la que atormentar. Después de cada jornada, cuando enfilabas el camino de retorno al paraíso, el único pensamiento que a nadie se le olvidaba recordar era que nunca, bajo ningún concepto, debías mirar atrás hasta encontrarte en territorio seguro, quizá la venganza de doña Josefina recayese sobre ti.

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