Diario de León
Como si de una de las antiguas puertas de Jerusalén se tratase, los pasos recorren el casco antiguo de León.

Como si de una de las antiguas puertas de Jerusalén se tratase, los pasos recorren el casco antiguo de León.

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León

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Qué difícil no será eso de pedir perdón, que hasta los niños más pequeños tuercen el morro cuando —después de haber armado una gorda— sus padres les ponen como ‘penitencia’ disculparse. Una palabra mágica capaz de resolver la mayor parte de conflictos humanos que sin embargo corre peligro de extinción en una sociedad de posverdades incapaz de agachar la cabeza. Y es que orgullo y soberbia vienen de serie grabados a fuego en el ADN de todo mortal. ¿Cuántas veces he de perdonar a quien peque contra mí?, le preguntó Pedro al maestro. Hasta setenta veces siete... fue la respuesta.

El pasado domingo escuché a un sacerdote predicar que no deberíamos escandalizarnos si nos vemos reflejados en algún personaje de la Pasión. Todos hemos sido unos Judas alguna vez, traicionando incluso nuestros principios más elementales. También sentimos vergüenza cuando alguien nos acusó de seguir a Cristo, negando con la cabeza mientras el gallo cantaba. Todos nos opusimos a cargar con la cruz como se opuso el Cirineo de primeras, lloramos exactamente igual que las hijas de Jerusalén al verlo pasar camino del Calvario, nos jugamos a los dados sus vestiduras cual soldado pretoriano y salimos despavoridos al mismo instante en que el velo del templo se rasgó. Cualquier tribunal popular nos hubiera condenado a morir en el Gólgota, pero —según remarcó el presbítero en su homilía— lo importante era estar representado en ese pasaje que le da sentido a todo. «Lo triste sería no verse en ninguna figura, porque entonces poca esperanza nos queda», sentenció.

Hoy, una vez que El Perdón abandone el Patio del Asilo de Ancianos Desesperados, habrá clemencia y misericordia, cualquiera que haga acto de contrición saldrá indultado. Porque, al contrario de lo dictan los tontos por ciento, ni el Hijo ni mucho menos el Padre le dan la espalda a un alma arrepentida. Recuerdo al padre Ghislain Roy —un exorcista canadiense al que tuve la suerte de conocer en Madrid— insistir hasta la saciedad en que la verdadera guerra que sufrimos desde el comienzo de los tiempos es, ante todo y sobre todo, espiritual. Un combate entre el maligno y Dios. Un conflicto que Satanás tiene perdido desde el principio pero en el que puede llevarse por delante a cualquiera que se deje embaucar más de la cuenta. ‘La vanidad es mi pecado favorito’ decía un espectacular Al Pacino al final de Pactar con el diablo. Y tanto. Esa es la raíz de todo sufrimiento, la madre de cualquier hostilidad. Entonar el mea culpa supone humillarse, renunciar al Yo en favor del tú, empeñarse en ir contracorriente. Es, a los ojos del mundo, un escándalo. A los ojos del Nazareno, el primer paso hacia la salvación.

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