Diario de León

La memoria, el milagro de un libro

Publicado por
ALFONSO GARCÍA
León

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Hay libros que se convierten en verdadera obsesión, para quienes los persiguen, tantísimas veces sin recompensa. Hace muchos años, por ejemplo, que andaba detrás de La novela de la Patagonia , del astorgano Ignacio Prieto del Egido, publicada en la Editorial Ser, de Buenos Aires (Argentina), en 1938. Las pesquisas, infructuosas, para su consecución tomaron nuevamente cuerpo después de leer, hace un par de años o tres, un trabajo sobre la obra en cuestión que Martín Martínez publicó en la revista Argutorio . Retomé el asunto, y conseguí al menos, gracias a los buenos oficios de César Tamborini, argentino residente en León, una fotocopia, posible en uno de los viajes a su país. En mi última y rápida estancia en Buenos Aires, recorrí gran cantidad de esas mágicas librerías de la capital porteña. Nada. «El último ejemplar que tenía -“me explicó un librero, con gafas caídas sobre la nariz- lo vendí ayer». Me abrió ciertas esperanzas. Hoy tengo la obra, gracias al interés que tomó en el asunto la profesora marplatense Marina Porrúa. De paso, ella me abrió el camino de un paisano emigrante, Manuel García Brugos, con una notable actividad cultural en Mar de Plata. Curiosamente, dentro del desconocimiento del personaje en su tierra, hace referencia a él Joaquín Nieves en su reciente De ayer a hoy . Ráfagas leonesas . Pero, en fin, estas son otras historias que algún día les contaré.

Lo cierto es que ahora es otro el asunto.

E l día 21 del pasado mayo, Noemí G. Sabugal presentó en su pueblo, y el mío (inevitable recordar a Miguel Hernández), su magnífica novela El asesinato de Sócrates , finalista del Premio «Fernando Quiñones». Tuve el honor de compartir mesa en aquel acto. Antes de hablar de la novela de Noemí, recurrí, dadas las características del auditorio, a paisanos que habían tenido, o tienen relación con el mundo de las letras.

Cosas de los múltiples e inevitables agujeros de la memoria, se me olvidó hablar de Cómo los pájaros cantan , de Manuel García de quien se recuerda en una calle de la localidad y el único paisano, que sepa, inmortalizado en la enciclopedia Espasa: «Eclesiástico español, n. en Santa Lucía (León). Canónigo magistral de Covadonga, Astorga y Santiago, orador de altos vuelos, poeta de talla, autor de multitud de trabajos y de la obra teológica El modernismo teológico (Astorga, 1908)».

C uando supe, y no recuerdo ahora cómo, de la existencia de este libro de mi paisano -“pasaba, de niño, todos los días por la calle que recuerda su nombre-, lo busqué infructuosamente. Se me presentaba, además, la oportunidad de reeditarlo, oportunidad que por razones que no vienen ahora al caso, se desvanecieron. Lo cierto es que nadie en el pueblo, ni siquiera los parientes lejanos que aún le quedaban entonces, sabía de Cómo los pájaros cantan , publicado en Santiago de Compostela en 1931. Sí me advirtió uno que si se publicaba tendrían que pagarle a él cierta cantidad, que cifraba en varios cientos de miles de pesetas. Al disparate uno añade cómo los pueblos presumen de sus hijos normalmente cuando alguien los reconoce fuera, desconocedores -“cuando no despreciadores- de su actividad en vida y milagros cotidianos. La idea de paisajes y paisanajes es atractiva y seductora, a pesar de ciertos sujetos empeñados en poner puertas en todas las esquinas y caminos. Hasta en las esquinas mágicas del aire. Por cierto, ¿tiene esquinas el aire?

R ecuerdo ahora la suma de coincidencias que me permitieron hacerme con un ejemplar del libro de versos de aquel, me cuentan, cura inteligente y campechano, sobre el que algún día debería volver. El primer impulso fue viajar a Santiago de Compostela, a preguntar por el asunto al archivero de la catedral, cargo en el que, entre otros muchos y en diversos lugares de la geografía eclesiástica, había ejercido Manuel García. Pero el archivero estaba fuera de la Ciudad del Apóstol, disfrutando de unas vacaciones veraniegas. El sacerdote que me atendió estaba interesado por el motivo de mi vista. Se lo conté. Y vi cómo se le iluminaba la cara, entre incrédulo y feliz. «No se preocupe -“me dijo-. Si no lo encuentra, yo tengo una solución que quizá pueda venirle bien-¦». Resulta que aquel curita, bonachón y humilde, era capaz de reproducir de memoria el libro de mi paisano. Había sido lectura obligada en el seminario de Mondoñedo, donde había estudiado, y, al parecer, no era el único caso en esa facultad de reproducción memorística del ejemplar.

De momento tenía un aliado para una posible emergencia. Una vez más, la memoria se había convertido en el milagro de la salvación de un libro. Pero moriría éste con la muerte de su memoria, convencidos como estamos de que los deterioros de tan poderosa facultad no ha de asociarse inevitablemente a la desaparición de quien la posee.

P ocos días después la coincidencia añadió un capítulo más, el definitivo, a esta historia de lápices y alpargatas , esos dos símbolos tan necesarios para los empeños de esta índole. Y de otras, supongo.

Esta vez el escenario es Astorga.

Coincidí en un jurado periodístico con Miguel Ángel González García, sacerdote astorgano -¡cuánto debo a Astorga, Dios mío!- que hoy ejerce como canónigo archivero de la diócesis de Orense, un hombre de sapiencia auténtica, la que se sustenta sobre los pilares de la curiosidad permanente, el trabajo y la humildad. Aunque ya nos conocíamos, me preguntó de dónde era. «De Santa Lucía de Gordón». «No me digas -“el tono permitía adivinar la noticia caliente de la sorpresa-. Me acaban de regalar un libro de Manuel García-¦». «¿No será -“interrumpí lleno de curiosidad-, no será-¦?». «Sí. ¿Por qué?».

Le expliqué la peripecia y el interés.

Prometió regalármelo. Hoy ocupa un espacio especial entre los libros de una de mis estanterías.

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