Diario de León

«No debía saber que ella vivía en León…»

«Corrió hacia el barrio judío y recogió el calzado; después, dio un pequeño rodeo para pasar por delante del taller del tejedor».

«Corrió hacia el barrio judío y recogió el calzado; después, dio un pequeño rodeo para pasar por delante del taller del tejedor».

Publicado por
TOTI MARTÍNEZ DE LEZEA
León

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El día siguiente amaneció con un cielo gris y con aspecto de ir a descargar una buena tromba en cualquier momento. La señora la envió a la calle de las Zapaterías a por un par de borceguíes que tenía encargado. Cogió su manto de lana, se cubrió la cabeza y parte de la cara con él y salió disparada ante la sorpresa de la patrona, poco acostumbrada a ser obedecida con la suficiente premura. En más de una ocasión, la joven había dejado claro que ella era la nodriza de la niña, no una sirvienta. Corrió hacia el barrio judío y recogió el calzado; después, dio un pequeño rodeo para pasar por delante del taller del tejedor. Estaba cerrado y la puerta había sido precintada con el sello del obispo. Sintió un escalofrío al imaginar lo que él y los demás detenidos estarían sufriendo en la cárcel episcopal. De todos ellos, sólo Diego Díaz sabía su nombre, pero ignoraba dónde vivía y, de todos modos, dudaba de que el hombre hablara. Era un buen cristiano convencido de que la muerte era únicamente la puerta de entrada a la Gloria y soportaría el martirio sin delatar a los compañeros que no habían sido hechos presos. Lo había conocido de manera fortuita al acompañar a los señores a encargar una alfombra. Una frase dirigida a su aparente cliente, un intercambio de gestos entre él y uno de sus operarios mientras ella y la niña admiraban la habilidad de los tejedores evocaron en su memoria un tiempo casi olvidado. Volvió al taller en la primera oportunidad que se le presentó y, en dicha ocasión, fue ella quien dijo la frase e hizo el gesto. Tenía poco en común con aquellas personas que se reunían alrededor del evangelio de San Juan y rezaban el Padrenuestro, pero le recordaban a sus padres y, a su lado, se sentía en paz. Se arrebujó el manto y se encaminó con paso rápido hacia la catedral. La lluvia cayó de pronto obligando a los viandantes a refugiarse en los portales y soportales, pero ella continuó andando. Había un hombre trabajando en el banco del maestro Lucien, pero estaba de espaldas y no podía verle el rostro. Mantuvo el aliento y se aproximó al cobertizo a pesar del barrizal en que se había convertido la plaza en pocos minutos y de que se hundía en los charcos hasta los tobillos. El hombre se giró.

—¡Alazaïs! ¡Por Dios bendito! ¡Te estás empapando!

Lucien Maurice la agarró por un brazo y la obligó a cobijarse bajo el tejadillo de madera y paja.

—¿Se puede saber que haces aquí con esta lluvia?

—He ido a recoger un encargo…

L e mostró el envoltorio de tela; chorreaba agua y no quiso ni pensar en qué estado se hallarían los borceguíes. Miró a su alrededor esperando verlo, pero allí sólo estaban ellos dos, y suspiró aliviada. El artesano que había visto la víspera sería uno de los ayudantes del cantero, tenía que serlo.

—¿Te acuerdas de Eder, el hijo del viejo Manex Bozart, el que te salvó de caer por el precipicio?

La pregunta le pilló desprevenida y fue incapaz de responder.

—Pues, adivina qué —prosiguió Lucien—: Está en León. Apareció hace unos días, dándome una buena sorpresa. Viaja hacia el Ponteferrato, pero puede que se quede hasta que haya acabado un trabajo que le he encargado.

Al decir esto, el hombre señaló con el dedo la imagen femenina con un niño sentado en su brazo izquierdo en la que ella lo había visto trabajar, sólo que ahora tenía rostro. De forma instintiva, la joven alargó la mano y acarició la piedra. Sonrió. Así que él había vuelto a tallar; había cogido de nuevo los útiles abandonados a raíz del incendio y de su herida en el hombro, aunque, en el fondo, estaba convencida de que la razón para negar su arte se debía a la decepción y al desamor. Quizás había olvidado a la madre de su hija, tal vez todavía quedaba un resquicio a la esperanza. Aunque… aquel rostro inacabado…

—¿Le habéis dicho que yo también vivo aquí?

—La verdad es que no he tenido la oportunidad. Los hombres, ya sabes, somos distraídos, pero si esperas, tú misma se lo dirás. No tardará en llegar; ha ido al almacén a por piedra de lija.

—Sí…

Sonrió, el corazón acelerado como el de la novia ilusionada que espera la llegada del amante. Le saludaría como si tal cosa…, no le diría nada…, se le quedaría mirando y esperaría a que él la reconociese… Un pensamiento cruzó por su cabeza y borró su sonrisa. No debía saber que ella vivía en León, que la hija del maestro Bisol vivía en León.

—¡He de irme! —exclamó.

—¿No puedes esperar un poco?

—No, no. Y, maestro Lucien, por favor no le digáis a Eder nada sobre mí, ni… sobre la dama Gaífer.

—¿Por qué?

—Ya os lo explicaré otro día, pero prometedme que no le diréis nada, os lo ruego, por él y… por mí.

—¿Hubo amores entre vosotros? —preguntó el hombre en tono divertido.

—¡Juradme que no le diréis que nos hallamos en la ciudad!

—Lo juro, ve tranquila, pero me debes una explicación.

L ucien la vio salir corriendo, chapoteando en los charcos y manchándose las sayas de barro. Para él era una hija, una sobrina, alguien muy cercano, y envidiaba su juventud; le quedaban muchos años por delante, tantos como a él empezaban a faltarle, y deseaba que fuera feliz. Arrugó el entrecejo. No le agradaba que trabajara para la dama Gaífer. La criatura a quien su mujer y él habían cuidado mientras su madre era quemada en la hoguera, a la que él mismo había llevado en brazos durante el interminable viaje en busca de una nueva vida, en carro a través de Francia, se había convertido en una dama rica y altanera. Una sola vez habían coincidido en León, el día que en compañía del obispo, el gobernador de la plaza y el maestro Enrique, ella y su marido habían visitado las obras. Quedó paralizada al verla porque era el fiel retrato de Madeleine, su madre, a quien nunca había olvidado, si bien aquélla tenía los cabellos rojos y ésta era rubia. El señor Gaífer la llamó por su nombre, Alix, para mostrarle la capilla que pensaba costear y las dudas se disiparon. Todos y cada uno de los días pensaba en el maestro Bisol. Sus vidas habían estado unidas durante la mitad de su existencia, resultaba imposible desligar una de la otra, y su hija era parte de ellas. Se aproximó emocionado, con los brazos extendidos, pero ella se limitó a mirarle con indiferencia cuando él le dijo en francés quién era.

—Sí, tu cara me resulta familiar —respondió en la misma lengua. Y después miró hacia otro lado.

Quedó anonadado. Lo había tuteado como si él fuera un simple menestral; como si ella fuera una reina y él su vasallo. No la había vuelto a ver y tampoco sentía ningún deseo de hacerlo. Una persona que renegaba de su pasado, de su familia y de las gentes que bien la querían, no merecía el mínimo interés por su parte. Alazaïs, sin embargo, sí lo reconoció. Se hallaba algo apartado del grupo principal, en compañía de otros servidores, y llevaba a la pequeña Madeleine en sus brazos. Al observar la displicencia de su señora, se le acercó y le tocó el brazo.

—Buenos días, querido maestro Lucien —le dijo—. Soy Alazaïs Gauti. ¿Os acordáis de mí?

Por ella supo de la muerte de Bisol, aunque no le dio detalles, y de su presencia en León como nodriza de su nieta. No pudieron hablar mucho porque la dama Gaífer le ordenó regresar a casa con la niña, pero, siempre que podía, aparecía por el cobertizo y juntos rememoraban otros tiempos, buenos y malos. Nunca, empero, hasta hoy había mencionado a Ede Bozat.

De El Jardín de la Oca

Toti Martínez de Lezea.

Maeva Ed., Madrid, 2007. 358 pp.

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