Diario de León

poesía

La antigua dulcedumbre de la nieve

donde la nieveAntonia Álvarez.Diputación de Soria, 2011. 86 pp

Publicado por
josé enrique martínez
León

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TextoLos premios han acompañado a los sucesivos libros de Antonia Álvarez, la poeta de Pinos (Babia), autora de poemarios excelentes, como El color de las horas (2006), La raíz de la luz (2007) Almas (2009) o Donde la nieve, al que ahora me voy a referir. Con este último nos lleva la poeta a un espacio en el que han cantado a sus ancestros otros poetas de la tierra, como Julio Llamazares en Memoria de la nieve (1982) y, siguiéndolo de cerca en espíritu y forma, González-Guerrero en El país de la nieve (1997). También Antonia Álvarez canta «la antigua dulcedumbre de la nieve» evocando «circulares memorias de otras vidas» en el castro nevado y escuchando el silencio de los siglos «a través de las ruinas y el olvido». Pero la memoria de la poeta es más bien memoria personal, evocación y recuerdo de un espacio vivido y acaso añorado. En la memoria de la poeta hallamos un ámbito acogedor que no nos es ajeno: los sencillos mensajes de las brañas, del arroyo o del sendero que asciende, el viento que corre «como un corzo de dulces ojos grandes», los lugares en que prendieron sueños y esperanzas, «la herida que habita en las raíces», los valles donde rodó la infancia, la soledad de las trébedes y el humo de la aldea... La poeta reaviva las brasa del recuerdo y el latido del tiempo. Al jardín de a niñez no se torna nunca. Sólo cabe evocarlo y soñarlo; por eso duele el regreso en la memoria y la herida –memoria y tiempo- es un fuego que arde dentro, en la nieve de una memoria que activa los recuerdos para «alimentar con nieve la esperanza». En el lugar de la nieve, donde creció la inocencia, nació también el deseo, la «nieve encendida», «el ansia ardida de tu cuerpo» hasta dar en el desengaño y su «cruel procesión de despedidas» y sus cenizas de olvido, de soledad y de tristeza.

La nieve es el manto que cubre la memoria y los viejos montes, que cae sobre las ramas y empapa las raíces, que sumerge al pueblo en «una paz de largas horas lentas». Pero no es el frío de la nieve el que sentimos cuando leemos esta poesía cálida, acogedora en su melodioso discurrir y apaciguadora, aunque por dentro arda el fuego o quemen las heridas. La lectura nos deja un poso de tenue melancolía, como una lenta niebla que se nos ha ido metiendo en el alma hasta empaparla. Es la melancolía del tiempo que no vuelve.

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