Diario de León

León como espacio mítico

l. Las letras leonesas han hecho de la provincia un territorio universal. ‘luna de lobos’, ‘los trenes no dejan huella’, ‘el espíritu del páramo’... los escritores leoneses han convertido los paisajes de la provincia en parte del inconsciente colectivo de los españoles

julio ávarez rubio/edilesa

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León

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La literatura ha convertido en leyenda muchos paisajes. Ríos, lagos, montañas, ciudades que han pasado a ser lugares míticos gracias a la pluma de escritores que convirtieron sus escenarios sentimentales en el lugar en el que sus lectores se han resguardado. La lista es vasta. Es el caso de La Mancha, convertida en la tierra universal del humanismo cervantino, de Paris, inmortalizado gracias a autores como Cortázar —leer Rayuela en la Ciudad Luz no es lo mismo—, de Macondo, la tierra donde el tiempo incontable de la eternidad no se acaba nunca, de Yoknapatawpha, el santuario duro y fronterizo ideado por William Faulkner en una noche de fiebre existencial, o de Comala, el hogar de Pedro Páramo .

Algunos son espacios imaginarios, otros, reales, pero todos han madurado en la placenta intelectual de un creador cuyo objetivo fue convertirlos en inmortales, en lugares míticos, aunando el lugar real con el que acoge su memoria y, sobre todo, el carácter nostálgico de sus recuerdos. Es así como los paisajes más cercanos adquieren un poso universal.

En ocasiones, son representaciones de vivencias a las que ya no se puede regresar y que se convierten en fuente de inspiración para los escritores que las habitaron. Dublín no es sólo Dublín. La capital de Irlanda no sería la misma si James Joyce no hubiera recorrido sus calles junto a Leopold Bloom. Y lo mismo podría decirse de León. Petavonium, Celama, Maqueda, Lot, el Reino Secreto de Merino... La provincia es, por derecho propio, uno de esos lugares míticos de la literatura, una pecualiaridad que comparte con otros paisajes que, como Barcelona, Madrid o Soria han unido su existencia a la de los autores que las eligieron como hogar de sus personajes. La provincia esconde uno de los territorios que con más fuerza puebla el inconsciente colectivo de los españoles: Babia, un lugar a cuyos habitantes Luis Mateo Díez dio voz para preservar la tradición de los filandones y que se asume como territorio onírico, como la comarca donde los dioses ceden al ensueño. León tiene además una peculiaridad. Y es el hecho de que en pocos lugares se dan tantos enfoques literarios distintos. Dice Antonio Colinas que la clave que une a los escritores leoneses es la memoria de la infancia, en la que «siempre juega un papel importante lo mítico, lo legendario o los relatos orales que escuchaste de niño». Y añade que la pecualiaridad de los literatos de León reside en el hecho de que su apego a la tierra no tiene carácter cerrado ni costumbrista, sino abierto y universal.

La primera palabra leonesa

Hay una anécdota que abre El espíritu del páramo y es el ara de Diana, cuya leyenda resguarda la primera palabra en latín referida a León: «De los ciervos los altos cuernos dedica a Diana Tulio, a los que venció en el Páramo». Ahí se inicia el territorio legendario de León.

José María Merino, destaca que una de las características de los escritores leoneses es su gusto por lo mítico, y precisa que tanto Luis Mateo Díez como Juan Pedro Aparicio tienen una tendencia especial a reconstruir un espacio mítico que suele hacer referencia al mundo real. Añade el autor de El heredero que por lo general existe una relación fuerte con el entorno que no pasa por los parámetros reales.

En este sentido, Luis Mateo Díez ha señalado en más de una ocasión que ha ido reciclando en su obra los primeros miedos, las primeras leyendas que oyó en Laciana. «Lo legendario es siempre lo inolvidable». En parecidos términos se refiere Aparicio a la creación de sus escenarios literarios: «Podemos elegir nuestras lecturas, pero no nuestro nacimiento. Todos somos hijos de la ‘protoespaña’ que es León».

La metáfora como escenario

Pero ¿cómo puede definirse ese territorio? Hay un denominador común: la presencia del frío, de la soledad, de la muerte, del empleo metafórico de un paisaje agreste o una sensación de pérdida por un ambiente de la infancia y una cultura rural hoy desaparecidas. Así ocurre con la Maqueda de Victoriano Crémer: «Las ciudades se acaban con el tiempo, con el paso de los hombres, con la agresión de los vientos garduños», o con Celama, ese reino de la nada, que se inicia con El espíritu del páramo: «Los geólogos dicen que Celama está constituida por terrenos modernos que van del Neógeno al Cuaternario. Antes de que el agua del pantano produjera la transformación, cuando la tierra mantenía la identidad de su pobreza más antigua, el relato de los geólogos resultaba más evidente y explícito en la aspereza del paisaje (...) Siempre existió el sentimiento de que la muerte habitaba el subsuelo y no en vano los muertos bajaban a ella, a recogerse en sus brazos una vez que los hacía suyos. Esa idea del espíritu fantasmal alimentaba el miedo de las noches de Celama». Según destaca Ricardo Senabre, el tema es la vida como degradación y ruina, la vida destinada a la degradación y al olvido.

La profesora de la Universidad de Neuchatel Irene Andres-Suárez se refiere a los espacios literarios recreados por Julio Llamazares y precisa que han sido muchos los críticos que han señalado que la obra del autor de El río del olvido constituye un canto épico a la tierra. Y es que todas sus obras transcurren en escenarios rurales, especialmente en la montaña leonesa, la región de Sabero (Escenas de cine mudo) y las riberas del río Curueño, que atraviesa los montes de León (El río del olvido ). «En las obras de Llamazares, no nos hallamos nunca ante un locus amoenus , sino ante una tierra inhóspita a la que hay que arrancar con fatiga y obstinación el fruto, pero los personajes se sienten apegados a ella y sólo se resignan a abandonarla cuando la supervivencia se vuelve imposible», destaca la erudita.

Y ¿qué decir del territorio literario de Antonio Pereira? Para José Luis Suárez Roca, el narrador construyó una ciudad milenaria, rodeada de aldeas brumosas, que se convirtió en el país de las nieblas, en su mundo del Noroeste.

La Cabrera de Carnicer

Ramón Carnicer, a cuya memoria este año se rinde tributo —se cumplen cien años de su nacimiento y cincuenta del viaje a La Cabrera que le unió para siempre a esta tierra—, realizó con el título de su obra más conocida, Donde las Hurdes se llaman Cabrera, un guiño al viaje, el que realizó Alfonso XIII a las Hurdes en 1922. Para la profesora Helena Fidalgo, este estudio puede considerarse el comienzo de la obra literaria de Carnicer, «un libro que no es entendido ni por los habitantes de esta comarca ni por las autoridades». Sin embargo, según Fidalgo, Carnicer llegó a confersar que, desde entonces, La Cabrera sería ya para siempre su inseparable compañera de viaje. «Quería rescatar del olvido una región y a sus habitantes y lo hace con sutileza; la crítica «nunca es despiadada», porque la modera con humor, ternura e ironía. Carnicer, que en opinión de Fidalgo tenía «un sentido muy hondo de la verdad», volverá en varias ocasiones a La Cabrera, donde comprueba que algunas carencias se han solucionado, pero, por contra, se ha despoblado y el paisaje ha sido degradado por las explotaciones de pizarra. Para Antonio Colinas, ese territorio es Petavonium, un lugar real y mítico a la vez, unas ruinas romanas y prerromanas que descansan en la vía romana que lleva de Astorga a Portugal. Allí pasó el poeta su infancia y es un lugar al que regresa con sus versos.

También merece la pena reseñar Región, el trasunto de España creado por Benet en la novela y que, según defiende el catedrático Francisco García Pérez, es un lugar comprendido entre el Bierzo y el Porma. Resta Lot, el trasunto con el que Juan Pedro Aparicio habla de León —surgió en la novela La forma de la noche— , de la ciudad, del mundo urbano en el que vivió su infancia y juventud. Dice el escritor que eligió estas tres palabras porque le gustó su esquematismo. «Me gusta la palabra, tan escueta, y me gusta lo que evoca, ese personaje bíblico al que se le prohíbe mirar atrás». Añade el escritor que eso era precisamente lo que ocurría durante el franquismo, que nadie podía mirar atrás tratando de buscar respuestas: «El pasado ya se nos daba interpretado. Había que aceptarlo como se nos decía o atenerse a muy desagradables consecuencias», escribe.

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