Diario de León

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antonio colinas
León

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Fui un atento y temprano lector de la revista leonesa Claraboya . Tenía yo 17 años cuando ésta se fundó en 1963, pero ya estaba poseído por la llamada y la fiebre de la poesía, que se había abierto –sin cerrarse ya nunca– en Córdoba, a mis quince años, cuando mis profesores de bachillerato me iniciaron en no pocas lecturas, entre ellas las de todos los autores de la Generación del 27. Había también una diferencia de edad entre los fundadores de la revista (Luis Mateo, Delgado, Fierro, Llamas) y yo, pero ello no impidió ese conocimiento de aquella fértil aventura que brotó en un tiempo decisivo, a mediados de los años 60, cuando en Barcelona surgieron los «fuegos de artificio» de lo que luego se dio en llamar la «poesía novísima».

Era evidente, pues, que Claraboya representaba en aquel momento un contrapeso estético frente a aquella otra estética barcelonesa, pero también marcaba una diferencia con lo que se había venido entendiendo como poesía «social»; un tipo de poesía «agotada –como dijo Aleixandre– por suficientemente expresada». De ahí mi seguimiento con objetividad de la revista leonesa. Mi visión de la poesía –ya entonces, como un proceso entrañablemente unido a la vida, como algo que buscaba vida en la cultura, o mi fidelidad a la obra de Antonio Machado– era favorable a ese contrapeso. Curioso es que, en las diversas estéticas de ese momento, coincidieran en la recuperación de la obra de Luis Cernuda. No así en la de Machado.

Fui también un lector secreto de Claraboya porque hasta 1969 –cuando la revista ya había desaparecido– no publiqué mis dos primeros libros de poemas y comencé a poner más empeño y constancia en mi vocación. A la vez, había entrado en un temprano contacto en Madrid con Agustín Delgado. A él fue a quien oí hablar con gran fervor de Luis Cernuda, autor sobre el que preparaba su tesis doctoral, y que me llevó a leer en profundidad a este autor.

Recuerdo también que en 1967, cuando Agustín publicó en Pájaro Cascabel su libro El silencio, hice el comentario del mismo en nuestro Adelanto Bañezano . (Creo que ya he recordado en otro lugar que los dos primeros comentarios que hice en mi vida, fueron del libro de Agustín y «Del monte y los caminos», de Antonio Pereira. Tampoco entonces sabía que iba a dedicar casi cincuenta años de mi vida a la crítica literaria).

Agustín y yo teníamos en Madrid amigos comunes en el ámbito universitario y literario, como Marcos Ricardo Barnatán o Enrique Martín Pardo, el cual, también en la colección Pájaro Cascabel, y luego en Scorpio, quiso romper (y lo logró) el dogmatismo generacional creando dos antologías poéticas que complementaron la de Castellet. Lo que yo no sabía entonces es que, muy poco después, me iba a encontrar con Agustín, inesperadamente, entre los montes de El Ferral, haciendo el servicio militar. Él y yo habíamos pedido todas las prórrogas posibles, pero de París regresé a nuestros montes y no puedo olvidar aquel momento en que, formados los nuevos reclutas, se nos pidió que diéramos «un paso al frente los que tuvieran estudios».

Fue en ese momento cuando, me reencontré con Agustín, inadvertidas hasta entonces nuestras presencias bajo el uniforme. Aquella petición tenía por fin darnos un puesto «especial» acabada la instrucción: el de Agustín fue el de profesor de jóvenes analfabetos (¡qué lujo tener para tal tarea a un doctor en Filología como él!). A mí de dieron durante dos semanas el cargo de «instructor de tropas», pero mi tarea no debió de ir muy bien, porque enseguida me retiraron del cargo. Pasé a ser, en horas libres, y entre otras tareas varias, «redactor» de la revista El Costerón, donde entrevisté al entonces jugador de fútbol asturiano Quini, el más famoso recluta entonces en El Ferral. También Santiago Trancón –con un libro siempre debajo del brazo– fue otro compañero descubierto en aquellos días del campamento.)

Voy dando con humor estas pistas vivenciales para que se vea cuál era la atmósfera de aquellos años en que Claraboya nació y murió. Quiero también recordar aquí que, habiendo sido un temprano lector de la revista, estuve a punto de colaborar en el último número de ella (en el que ya no salió). Me veo ahora en León (hacia 1968), en la casa de Luis Mateo Díez, para entregarle unos poemas para la revista. Pertenecían al libro que yo entonces estaba rematando, Preludios a una noche total. Pero ese número, como digo, ya no pudo salir y no tuve la posibilidad de colaborar en la revista, lo que mucho me hubiera gustado. (A veces he tenido que explicar todo esto para los que me preguntan por mi relación, o no participación, con Claraboya. El ser yo en aquel año de 1963 un poeta adolescente desconocido, y el triste fin que tuvo la publicación, pueden aclarar algo estas dudas).

Anécdotas aparte, seguí pronto la poesía de los cuatro poetas fundadores en la revista leonesa y en los libros que fueron publicando, incluyendo Señales de humo (1972), de Luis Mateo, que fue y sigue siendo, a mi entender, un poeta, aunque él buscara enseguida rotunda y felizmente su camino en la narrativa. Descubriría luego dos de sus libros primeros a los que he seguido siendo fiel por reveladores: Mensaje de hierbas y Apócrifo del clavel y la espina.

En Claraboya, también descubrí los primeros poemas de Fierro y de Llamas. (Hay que puntualizar que colecciones como Provincia, dirigida por Gamoneda, o luego Breviarios de la Calle del Pez, rompieron sin sectarismos los tópicos de las estéticas literarias y generacionales, y han mantenido hasta hoy la idea de que más allá de clichés había y hay una literatura leonesa que iba a resistir contra todo tipo de asaltos. (Ya se ha repetido que si esta literatura hubiese nacido en otras comunidades «históricas» habría sido un «tema de Estado», pero…) Recuerdo también, como especial, un posterior encuentro poético en Cármenes con los componentes del grupo.

Hasta aquí mi visión apresurada, pero sentida, de Claraboya y de sus fundadores. A mí me remiten a unos años difíciles; pero, por difíciles, entrañables y a la vez colmados de iniciación en la escritura y en la lectura. Por eso, la también inesperada y reciente muerte de Agustín Delgado, no sólo me llenó de hondo pesar sino que ha despetado en mi interior aquel tiempo juvenil lleno de contrastes muy vivos, pero siempre provechosos. Claraboya ocupa en ese tiempo de iniciación lectora, casi adolescente para mí, un lugar muy especial.

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