Auténticas monedas falsas

E stoy en un bar, en una mesa de piedra blanca. Cerca, a unos pocos metros, en la barra, una señora paga su desayuno y al recibir el cambio comenta que las monedas nuevas brillan tanto que parecen falsas. Lo dice en un tono amigable y el camarero entabla una conversación con ella de la que yo me abstraigo, seducido por la idea de que esa falsedad no sea una apariencia, de que esas monedas nuevas sean en realidad falsificaciones y nuestro uso y su desgaste las haga indistinguibles de las reales, y por lo tanto auténticas. Me parece una idea demencial e iluminada por esa lógica que siempre confundo con la poesía. Termina febrero y yo empiezo aquí, en este cuarto de papel que se llama prensa. Todo ahora es nuevo, las palabras y su sonido, las ideas, también las metáforas, tan nuevas que sólo pueden ser copias de otras anteriores. Desde la ventana de este cuarto veo pasar coches nuevos, parecen anuncios rodantes por el centro de la ciudad; en la esquina, de la puerta del colegio salen niñas y niños que tienen en el rostro el gesto de sus abuelas y abuelos; más allá, en la plaza, unas adolescentes fuman como nosotros en los noventa, y hablan de un libro que les ha gustado porque se parecía a otro que les gustó; todo es nuevo para el turista porque todo parece un decorado construido según las indicaciones de una guía de viajes: sus ojos aerostáticos ya saben el camino.

Escribir es falsificar metáforas, que es algo que aún no sé cómo se hace. Con la escritura pasa lo mismo que con la paternidad: uno no se ve preparado hasta que ha dejado de estar capacitado. Porque todo ha estado siempre ahí, que no es lo mismo que decir que está todo hecho. Al revés. Abres la prensa y todos los artículo se parecen un poco, los de hoy, que hablan de ayer, se parecen un poco a los de mañana, que hablan de algo que aún no ha sucedido. Pasa lo mismo con la literatura: la realidad imita a la novela, y la novela a la realidad: si te fijas bien puedes ver cuál de las dos brilla más. Ésa es la copia.