Diario de León

le big mac

Annapurna y la serpiente

Publicado por
nacho abad
León

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Un compañero de colegio, de quien no sabía nada desde que éramos niños, y de eso hace al menos treinta años, se puso en contacto conmigo para preguntarme si podíamos vernos. Se había enterado por un amigo común de que me había mudado a este país, a ocho mil kilómetros de nuestra patria natal, y me invitaba a que nos viéramos, aprovechando que estaba por aquí de paso. Se hospedaba en una cabaña, a un par de horas en coche de donde yo vivo, en un bosque del interior. Por una casualidad rara —no suelo moverme apenas de la capital— mi jefe me había pedido, días atrás, que fuera en su lugar a una reunión en esa misma zona y, cuadrando un poco la agenda, conseguí quedar con mi antiguo compañero.

Aparqué el coche junto a la entrada, en una pequeña explanada verde a la vera del camino, y antes de que pusiera un pie en el suelo, salió un hombre por la puerta de la cabaña. Mientras me bajaba, se acercó con una sonrisa en la cara y los brazos abiertos para abrazarme. Le devolví el abrazo, más obligado que entusiasmado. Luego, entramos en la cabaña. «Annapurna», me dijo. «Estoy preparándome para coronar el Annapurna». «¿Has escalado ya algún ocho mil?», pregunté. «Este será el primero», me respondió. «¿Y por qué este? ¿No es el más difícil?» Entonces me dijo: «Por esa palabra, Annapurna».

Cuando volvió a salir de su boca, sonó como si una serpiente atravesara reptando el suelo de la pequeña cocina. Como un collar de letras celestes. Nos quedamos en silencio, quizás por no hablar de lo que había sucedido, pero al poco comencé a sentirme incómodo y, para evitarlo, le pregunté por qué me había contactado, si apenas nos conocíamos. «Quería contártelo», contestó. Bebimos café y compartimos algunos recuerdos. Yo creía haberlo olvidado prácticamente todo de mi infancia, pero algunas de sus anécdotas tiraron del hilo de mi memoria y me vi en un aula fría, bajo un mapa físico de España donde las cordilleras oscurecían la piel de un mamífero desollado. Qué infelices éramos. Meses después, leyendo en Internet un periódico local, supe que había muerto en el descenso, después de coronar el techo del mundo. Le envidié. No es habitual dejarse la vida en un sueño. Yo, que soñé ser escritor, aún le envidio: morir por una palabra.

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