Diario de León

Rosario apaga la luz de Penoselo

Rosario Arias resiste sola, a los 82 años, el invierno en una aldea remota de los Ancares La vida de Rosario Arias Fernández, la única vecina que vive en Penoselo todo el año, refleja el proceso de vaciado humano de los pueblos leoneses, partic

Rosario Arias es la ama de llaves de Penoselo y la única alma del pueblo en el largo invierno.

Rosario Arias es la ama de llaves de Penoselo y la única alma del pueblo en el largo invierno.

León

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Muchos días sueño con lo que viví en Francia, pero mientras me valga la cabeza no quiero salir de Penoselo». Rosario Arias Fernández, de 82 años, es la última vecina de esta aldea berciana de Vega de Espinareda.

Penoselo es uno de los 88 pueblos de la provincia de León cuyo padrón no sobrepasa los diez habitantes y uno de los pocos de sus dimensiones que permanece habitado durante todo el año. Hay cinco personas empadronadas, pero Rosario es la única que vive allí los 365 días del año. Después del verano y tras apañar castañas y nueces, el silencio y la sombra se apoderan de este enclave berciano al que se llega tras tomar un desvío en la carretera que muere en Burbia.

La aldea es más grande de lo que cabría esperar de tan exiguo censo. El caserío, dispuesto en bancales sobre la ladera, certifica en una imagen de desolación los datos del archivo histórico del padrón. Penoselo tenía 153 habitantes en 1900. Por aquel entonces, pertenecía al municipio de Valle de Finolledo, que reunía a un total de 2.086 almas.

Las casas destartaladas, semiarruinadas conviven con las que aún se mantienen en pie, incluso esbeltas y restauradas sin estridencias. Las calles están pavimentadas con baldosas de cemento y «cuenta con todos los servicios básicos: agua corriente, luz, alumbrado público y alcantarillado», aclara el alcalde de Vega de Espinareda, Santiago Rodríguez.

No es cuestión de servicios, sino de gente y de una tendencia irremediable que pone fin a una época. En Penoselo hay hasta piscina, pero no hay fiesta. San Antón, el patrón del pueblo, se festejaba el 17 de enero, como manda el calendario. Ahora ya es sólo un recuerdo en la memoria de Rosario y en la oscuridad del salón, hoy abandonado y con aspecto de cuadra, donde la juventud organizaba el baile en el tiempo de invierno. «En verano lo hacíamos en la plaza, donde había una era», aclara.

Es un pueblo colgante, suspendido a 920 metros de altitud, como un mirador privilegiado del paisaje de robledales y castaños que predominan en sus laderas. Al fondo del valle suena el Regato, el río de Penoselo, tributario del Ancares. Desde la ventana de la cocina de Rosario se contempla una estampa otoñal del rojo al amarillo. «Antes me sentaba en una silla con los pies metidos en el horno y me pasaba el tiempo viendo la montaña», confiesa la anciana.

Ahora descansa sobre un sillón articulado y mira hacia otra ventana, la de las 625 líneas, caja de resonancia del famoseo nacional a las cuatro y media de la tarde. No hay con quien hacer «fiandón» como «cuando éramos jóvenes», tiempos aquellos en los que sobraba gente para contar, cantar y bailar.

Penoselo está en la Reserva Nacional de Ancares y también es Reserva de la Biosfera. Un paraíso natural donde la mayoría de las almas descansan ya en el cementerio, como el marido de Rosario, Paulino Mouteira, compañero de fatigas y de alegrías desde que se casaron cuando ella cumplió los diecisiete años y mandaron construir la casa en la que aún vive, aunque poco se parece, por dentro, a la original.

Por dentro es un pequeño apartamento con salón cocina, baño, vestíbulo y dos dormitorios. Por fuera mantiene los materiales y la tipología tradicionales. En las estancias bajas, antaño cuadras, guarda unas pocas castañas y unas pocas nueces que ella misma recolectó con ayuda de una vecina. El invierno lo tiene difícil para colarse por las puertas y ventanas de esta casa. Rosario atiza cada mañana y no hay oportunidad para que el gato escape por rendijas o agujeros.

El suelo de tarima y los edredones de algodón dan aún más calidez al hogar. «En verano hasta las ocho de la tarde no se quita el sol, pero que en invierno, nada...», lamenta. Su reflejo se atisba al otro lado del valle desde la ventana.

Rosario no se siente sola. Tiene la compañía inseparable de Perla, una pastor belga, sigue a la anciana por todo el pueblo. Además, están los gatos y las gallinas -" pipi, pipi... las llama cuando se acerca-" y la televisión. Lo que otros buscan en Vega o en Fabero ella lo tiene en Penoselo, pueblo yermo de gente invadido por la vegetación.

Disfruta del servicio de ayuda a domicilio de lunes a viernes. «Me ayuda en las labores de la casa y para el aseo, porque yo sola no puedo bañarme», explica. Además tiene el servicio de teleasistencia las veinticuatro horas del día, un ingenio conectado al teléfono desde su muñeca.

Pero lo mejor de todo, asegura, es la visita de la frutera cada viernes. Pilar Cortés, que para su camión en Penoselo camino de Burbia, le trae de todo, «hasta la comida para los gatos». «Es la hija que no tuve», confiesa con cariño.

Rosario se quedó viuda en marzo de 2009, después de atender abnegadamente y con mucho amor a su marido durante los tres largos años afectado gravemente por dos enfermedades que se comen el cuerpo y la mente: la diabetes y el alzhéimer. En repetidas ocasiones tuvo que despertarle del coma diabético: «Lo único que quería es que no muriera de eso para no sentirme culpable de haber hecho algo mal. Estoy tranquila», suspira la anciana.

Pero en marzo de este año, en sábado de Gloria, se llevó un buen susto. Tres encapuchados entraron en su casa, la maniataron y cortaron el teléfono. «Nunca tuve miedo. Hasta que me pasó eso. Me asusté porque tardé mucho tiempo en desatarme». No se siente una heroína por resistir en el pueblo con su soledad a cuestas y después del despiadado ataque. «Desde pequeña he hecho muchas cosas, con once añines hice de partera de mi madre que dio a luz a mi hermano pequeño en un prao que teníamos en la jurisdicción de San Martín de Moreda. Habían acalandao (dar por horas) el agua y fue mi madre y dio allí a luz».

Más que a la soledad, a las largas noches del invierno y al silencio que todo lo envuelve, Rosario le teme a la nieve y al hielo. «No me aburro pero con el hielo hay veces que no puede entrar nadie». Ni la asistenta de ayuda a domicilio, ni la frutera. En los días del crudo invierno ancarés Rosario, envuelta en abrigo y coraje, se calza las botas de goma, se agarra de un palo y sale por encima de la nieve a coger la leña para la cocina.

Se quejan sus huesos, de la edad y de una dolencia antigua. y late su corazón al ritmo de un marcapasos. Pero la vista, ahora, es lo que más le preocupa. «Me operaron de glaucoma y ya no recupero la vista de este ojo», dice señalando al derecho. «No podía pensar que esto le dejara a una tan inválida», confiesa. Tiene la esperanza puesta en una operación de cataratas.

Camina tranquilamente por el pueblo. Cuesta arriba, cuesta abajo. Es la ama de llaves de Penoselo. Recoge las cartas del escaso vecindario que vive fuera, está al cargo de la iglesia y al tanto de las obras y obreros que salvan de la ruina alguna casa. Y hasta es guía de turistas perdidos, camino de Burbia o de Vega de Espinareda.

«Cuando estaba en la portería en Lyon, hice de guía muchas veces. Iban moros y portugueses y yo les indicaba», recueda viajando de nuevo al pasado. «La segunda capital de Francia», recalca Rosario, fue su hogar durante veinte años. La historia de esta emigrante no difiere mucho de las mujeres extranjeras que han llegado en los últimos años a España. Trabajó «de criada» durante un año para conseguir la documentación, los «papeles», y luego fue asistenta por horas en casas de médicos y abogados, en porterías y limpiando oficinas. «Les hacía una paella para treinta personas en una sarten que no podía coger por el mango de lo que pesaba y lo grande que era», rememora.

Marchó del pueblo, sola, en 1964. «Yo no estoy más en Penoselo», espetó al marido después de veinte años de matrimonio sin que llegara ninguna criatura. «Vamos a Francia», le repetía a Paulino. «Pero él no quería. No me dejaba y yo le decía que si no quería ir que se quedara. Pero como me tenía que dar permiso para viajar le aburrí de tanto decirlo y me fui. Enseguida tuve que venir a buscarle porque no aguantaba».

Los años 60, los de la explosión demográfica en España, son tiempo de éxodo rural. León y, en particular las pequeñas aldeas del Bierzo, son un laboratorio de aquella emigración masiva del campo a la ciudad, de España al extranjero. En Penoselo había censadas en 1960 un total de 120 personas. En relación con el primer padrón del siglo XX el censo de habitantes es el 78,43%. Ha perdido ya casi el 22% de la población. La guerra y la posguerra también contribuyeron al exilio y a la merma del vecindario.

Los comienzos de Rosario Arias en Francia fueron decepcionantes. «Iba a donde estaba mi hermano pero no me gustó. Era una casa sola con un matrimonio. No me gusta, le dije. Es peor que vivir en Penoselo». Así que lo intentó en la gran ciudad. Llegó a defenderse con el francés, aunque apenas había ido a la escuela en el pueblo. Su marido, en cambio, «no aprendió nada».

Dos décadas después cedió ante Paulino para regresar al Bierzo. No quería volver y ahora no quiere salir. Es feliz en Penoselo. Baja poco a Vega de Espinareda y ni siquiera en Navidad deja su casa. Si acaso viene algún hermano a acompañarla.

Se apaña con la comida, «la voy haciendo yo por lo regular: una tortilla, un caldo, carne, pescao... y casi todas las semanas una empanada que está muy rica para cenar». Se la encarga a la frutera que viene desde Campo, al lado de Ponferrada. El caldo de castañas secas y habas, plato básico de su infancia, está en el baul de los recuerdos. Ahora asa los frutos en la chapa y en la lumbre. Las que sobran las regala o sirven de alimento para las gallinas.

Pilar es su conexión con la humanidad en el invierno. La gente que quedaba en el pueblo pasa la mayor parte del año en Vega de Espinareda, Fabero o Ponferrada. En Penoselo es más fácil encontrarse a un turista o a un albañil -hay varias casas en restauración- que a un vecino del pueblo. La aldea avistó el siglo XXI con nueve habitantes en su padrón, apenas el seis por ciento de la población censada en 1900. Una década después la población oficial, cinco habitantes, es el 3,2% de aquella nutrida comunidad de 1900.

Entonces el paisaje era menos boscoso. En las laderas más altas «se cultivaba centeno y patatas», informa Rosario. «Había dos molinos de moler, uno sigue en pie», dice señalando aguas arriba. Su memoria atesora también la toponomia indispensable del pueblo: Bosciello, Las Campas, La Ermita, Soguero, Los Paredones, Barcia, Sestiadoiro... Tierras de labor y de pasto para la subsistencia humana y del ganado. Mucho anduvo Rosario por los prados y las peñas -Chao, Los Candelos, La Silva...-, más que por la escuela. «Mi madre me mandaba a clase pero se ve que ya tenía algo en los ojos. No me apetecía leer, me molestaba. En Francia me pusieron gafas de cerca», explica.

Por debajo del pueblo, cerca del Regato, estaban las huertas. No se ha dejado vencer por la edad ni por la sociedad de consumo y cada primavera vuelve a poner sus 50 plantas de tomates y de pimientos, sus calabacines y sus zanahorias. Si abandonó el ganchillo y la calceta fue «por culpa de la vista».

Alguna gente vuelve ocasionalmente. Pero Rosario es la única que queda todo el año. Rosario apaga la luz de Penoselo.

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