Diario de León

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Eran los tiempos de la colecta del Domund, el yoyó Rusell, los curas progres, las clases de pretecnología, Pipi Calzaslargas, los Madelman, los Faber-Castell y los libros de Los Cinco. La escuela de aquellos años acogió a los niños de baby boom y, como producto del franquismo, aún conservaba resabios del nacional-catolicismo, una herencia que se iba liquidando con el espíritu del concilio Vaticano II. La ley Villar Palasí, de 1970, desterró la asignatura de Formación del espíritu nacional, aunque aún pervivían retazos del régimen militar en la orientación que se daba a las clases de gimnasia. Toda esta etapa es glosada con humor y notas de nostalgia por el periodista y escritor Ignacio Elguero, que acaba de entregar a la imprenta ¡Al encerado! (Planeta), un recorrido lúdico por los colegios de los años 60, 70 y 80. La escuela de aquella época experimentó cambios significativos.

La Ley General de Educación, apadrinada por los tecnócratas del Opus Dei, trajo aires de modernidad al sistema educativo y erradicó los vestigios de la Falange. Incorporó la EGB, estableció la escolarización obligatoria hasta los 14 años y creo la Universidad Nacional de Educación a Distancia.

Pese al autoritarismo de esos años, Ignacio Elguero cree que hay valores de esa escuela que merece la pena rescatar, como «la disciplina, el respeto y la autoridad bien entendida». Lo malo es que en muchos casos ese rigor degeneraba en el castigo físico y la discriminación arbitraria. «Era normal pegar al alumno, era el pan nuestro de cada día. Aprendíamos las cosas de memoria, como el catecismo o la tabla periódica», rememora el autor. Aunque nadie escapaba de la amonestación y el escarnio del maestro, siempre cabía la posibilidad de hacer pellas, ahora llamado absentismo escolar. Lo practicaban los alumnos de los últimos cursos y se aprovechaba la holganza para fumar en el parque. Los cigarrillos los vendían sueltos y solo los más adinerados podían permitirse el lujo de comprar una cajetilla. Si bien no era necesario tragarse el humo, daba mucho empaque dar caladas a un Celtas, Mencey, Record, Piper, Kaiser, Rex, Bisonte, Ducados o Vencedor. Los más aguerridos se atrevían con los Krüger.

«La única manera de justificar la ausencia era presentarse al día siguiente con el justificante de tu padre -es decir, con la tarjeta de visita firmada-, ya que la de la madre carecía de valor, por aquello de la autoridad paterna», recuerda Elguero.

Los chicos del baby boom vivieron la transición entre los himnos eucarísticos más tradicionales y los cantos litúrgicos remozados. Del Cantemos al amor de los amores se pasó al Pescador de hombres , de sesgo pop. El sacerdote y compositor Cesáreo Galbaraín renovó el repertorio de las canciones de misa.

Escribió cientos de cientos de ellas y editó docenas de discos. Los coros y parroquias se llenaron de guitarras, alguna de ellas eléctrica, y se adaptaron temas de los Beatles y Bob Dylan al credo católico. Para escándalo del clero más conservador, los curas se dejaban barba y las monjas empezaron a vestir vaqueros. El colmo de la modernidad escolar llegó de la mano de los gabinetes psicopedagógicos. Con ellos se impuso la realización de test psicotécnicos, aunque a algunos el saber su cociente intelectual les trajo de cabeza.

Cuando todavía no existía el Power Point, el profesor de Arte se las apañaba con las filminas (diapositivas), que eran la «tecnología punta» de la época, junto al casete de las clases de idiomas. Precisamente las lenguas extranjeras, especialmente el aprendizaje de inglés, fueron el talón de Aquiles de la escuela de los años setenta. «Casi siempre se estudiaba en el mismo colegio desde los cuatro a los 18 años, y aquel pequeño mundo era un reflejo de lo que ocurría en casa y en la sociedad», asevera Elguero. «Los colegios se parecían mucho entre sí, la educación era prácticamente la misma en toda España», explica el autor.

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