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biografía

La 'princesa africana' Condoleeza se confiesa

Condoleeza Rice.

Condoleeza Rice.

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Dicen que tenía uno de los cerebros más privilegiados de la Casa Blanca, pero Condoleezza Rice fue más conocida por el color de su piel, sus esbeltas piernas con zapatos de tacón y su talento al piano. La biografía de la ‘princesa africana’ que obsesionó a Muamar Gadafi está ya en las librerías estadounidenses con el título de No hay mayor honor: Memorias de mis años en Washington . Aparece después de la del presidente George W. Bush, el vicepresidente Dick Cheney y hasta el jefe del Pentágono Donald Rumsfeld, con quien mantuvo las relaciones más tormentosas, pero la obra de Rice no por ser la última tendrá menos jugo u oportunidad histórica.

‘Condi’, como la llamaba el presidente, resulta ser una de las almas más cándidas de aquel Gabinete a la hora de sincerarse por escrito e incluso flagelarse por los errores cometidos, como el de su lentitud a la hora de entender la dimensión del huracán ‘Katrina’, que devastó Nueva Orleans. Eso no impide que siga aferrada a algunas de las ideas más controvertidas del Gobierno de Bush, como la guerra de Irak.

A estas alturas los altos cargos de aquel Ejecutivo apenas han reconocido haber encontrado «embarazosa» la ausencia de armas de destrucción masiva, sin cuestionar por ello la decisión de invadir el país que ha costado incontables vidas y una terrible sangría de dinero. La guerra contra Irak era aceptada «por consenso» desde un año antes de que empezara, «tan temprano como los primeros meses del 2002», escribe, «pero sin embargo había feroces diferencias sobre qué aspecto tendría el Irak postSadam y qué papel debería jugar EE.UU.»

Según su propia narrativa, Rice coincidía con el entonces secretario de Estado, Colin Powell, en cuestionar el número de efectivos e insistió en que no serían suficientes para asegurar el control de Irak una vez que se desmontase el Gobierno de Sadam Hussein. Sus dudas cayeron en oídos sordos ante el Pentágono. La única vez que consiguió que el presidente las plantease, a principios de febrero del 2003, poco más de un mes antes de la invasión, Bush «comenzó la reunión de una forma que destruía cualquier posibilidad de obtener respuestas», recuerda la autora desolada. «Esto es algo de lo que ‘Condi’ quería hablar», dijo Bush. «Pude ver inmediatamente que los generales ya no pensaban que era una pregunta seria. Es la debilidad que tiene el cargo de asesor de Seguridad Nacional. La autoridad viene del presidente y si a él no le interesaba el tema, ¿por qué les iba a importar a los demás?», lamenta ahora.

Tras aquella «desastrosa reunión» su segundo le dijo que él habría dimitido al ver cómo el presidente restaba peso a sus preocupaciones, algo que ella se planteó numerosas veces, pero resolvió perseverar y finalmente consiguió un cargo con peso propio, el de secretaria de Estado, que heredó de Powell a finales de enero del 2005. Puede que esto le diese más influencia en el Gobierno, pero no sirvió para allanar la rechinante relación con Rumsfeld, que a menudo les hizo enzarzarse en públicos desencuentros.

Entre los encuentros y desencuentros que marcaron sus ocho años en el Gobierno de Bush, Rice recuerda con nostalgia su afinidad con el presidente francés Nicolas Sarkozy. «Lo veíamos todo con los mismo ojos. No pude evitar pensar qué diferentes habrían sido las cosas si cuando nos enfrentamos por el problema de Sadam Hussein hubiera estado Sarkozy en el Elíseo en lugar de Chirac, y Angela Merkel en lugar de Gerhard Schroeder en Berlín».

La sintonía con otros jefes de Estado alcanzó un nivel de «inquietante fascinación» en Gadafi, que preguntaba a otros diplomáticos internacionales por qué no lo visitaba su «princesa africana». Cuando al fin ella aceptó la invitación, Rice se negó a acompañarle en su famosa jaima pero consintió en cenar con él a solas en la cocina, pese a las protestas de su equipo de seguridad.

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