Diario de León

piana Rodríguez

‘dulceterapia’ en una bandeja

Vive entre azúcar y chocolate, con aroma a mantequilla fundida y crema, al calor de hojaldres y ‘panetones’. Le siguen gustando los pasteles y los clientes. Es el alma dulce de la confitería asturias

BRUNO MORENO

BRUNO MORENO

León

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Ni Diana ni Ana. Se llama Piana. Y la confitería, Asturias y no ‘la Asturiana’. Claro que tampoco esta sección se llama hoy Paisanos.

— ¿A usted le importa que le digamos paisana?

Ríe, abiertamente. Lo hace siempre. No le falta nunca una sonrisa, por si no fuera suficientemente dulce lo que se trae a diario entre manos. Piana Rodríguez practica ‘dulceterapia’.

«Es que aquí celebramos todo lo bueno». Aquí es la Confitería Asturias, la Asturiana decimos en León y no hay quién lo mueva. La abrió hace 43 años con su marido, César García. En la calle República Argentina, en el 6, ahora está en el 8. Y ahí sigue. Inamovible. Como su nombre equivocado.

Recuerda muy bien los nervios del primer día. Porque tenía 24 años, un hijo recién nacido, jamás en su vida había hecho un pastel y nunca se había visto en otra semejante. Entonces, Piana se comía el mundo. «Ahora los pasteles», dice. Y vuelve a reir. No hay dieta que no haya probado, confiesa. Y a todas ha vencido su amor por lo dulce. Como es ella.

El mismísimo lugar de la tentación, la verdad. Entrando en ‘la Asturiana’, digámoslo así, comprendes a Piana. El aroma, el color, la imaginación. Se disparan todas las papilas. Evoca felicidad.

Bocaditos del cielo sirve a diario detrás de mostradores llenos de delicias. Sus tocinillos de eso, de cielo, son la perdición de Elena Arzak, y con eso queda casi todo dicho.

Piana no habla nunca de los reconocimientos internacionales, de la fama de sus hojaldres, por ejemplo, o de la maestría de su hijo César con los chocolates y sí de los clientes entrando generación tras generación en la confitería. «Emociona», confiesa.

Los conoce a casi todos. A veces por su nombre, a veces de verlos todas las semanas hacer cola. Le llevan las fotos de sus nuevos nietos, le presentan a sus hijos o le encargan el pastel de la boda. Y a menudo, no tendrían ni que pedir. Como ese caballero que va todos los fines de semana, a la misma hora, para comprar lo mismo: tres pastelitos. A veces, intuyen desde el mostrador las malas noticias, alguien que hace tiempo que no viene, ay. Y lo sienten.

«Esto es como una gran familia».

Piana es generosa. Con los pasteles y con los recuerdos. «Nos ayudó mucha gente, porque nosotros empezamos en competencia con las grandes pastelerías de León», recuerda. Nombres míticos en las crónicas más dulces de la ciudad. Camilo de Blas, La Coyantina, Confitería Polo... Todas ya historia.

«Si es que yo no sabía ni hacer los lazos». Los de envolver, se refiere. Le dieron un cursillo de urgencia en la pastelería de los tíos de su marido, en Grado, Asturias. De ahí el nombre-homenaje.

Tiene su truco despachar pasteles. Y colocarlos en la bandeja. Piana lo hace por colores y tamaños. Cromático. De forma innata. Le gusta el buen gusto. Y viajar para conocer otras pastelerías. Dulces en vez de museos. Es su vida.

Piana gobierna la pastelería. Es el alma. Coloca los pasteles, enseña a las aprendizas, está pendiente de los clientes. El obrador lo ha dejado para sus Césares, padre e hijo. Su heredera es su hija Ana. Una nueva generación para los nuevos gustos. Porque los pasteles también han cambiado. Nadie imagina comerse ahora aquellos dulces que se antojan pantagruélicos. Ahora se lleva llevarse a la boca bocaditos.

«Nos han ido enseñando los clientes», dice con modestia. «Ellos han aprendido mucho, son más exigentes, más entendidos, más sibaritas. Es una delicia trabajar así». Piana escucha. Tanto, que en el obrador se prueban todas las sugerencias. Y pasteles que viajan desde otras partes del mundo.

Lo ha hecho siempre. Desde cuando la docena de pasteles se pagaba en pesetas y no iban al peso sino por número. Qué tiempos. Cuando daba de merendar, y sigue, a varias generaciones de jóvenes aspirantes a músicos que iban y van cada tarde al Conservatorio. Pepitos rellenos de crema, que todavía se hacen, y exquisita bollería francesa. La respetan. Jamás permitió que se colara nadie por delante de ellos.

En la otra crisis, en la de los 70, incluso temió que los carballones se pusieran a tres pesetas. Ya ves, ríe. Esta crisis de ahora no le hace nada de gracia. Tal vez por eso llena bien las bandejas. Tal vez por eso acompaña a sus clientes en lo mejor. En lo más dulce de la vida. Y esa es también su terapia.

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