Diario de León

picaresca popular

de rufianes y santos

pastores y mozos que acudían a robar el aceite del santo y vecinos que robaban a los propios ladrones están entre los protagonistas de estos cuentos llenos de humor y truhanería

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nicolás bartolomé pérez/ emilio gancedo
León

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Hay en nuestra tradición innumerables ejemplos de picaresca, de empleo del magín para burlar normas e instituciones y sacar partido de ello; en no pocas ocasiones esa imaginación maliciosa se ejercitaba frente a la entidad más poderosa y respetada, la Iglesia y sus representantes, curas y obispos, sin olvidar los santos: una humorística válvula de escape frente a las sujeciones sociales y a la vez buena prueba de que la meninge puede al músculo.

Un ejemplo de estas narraciones lo tenemos en el pueblo de Canales, en Omaña: allí cuentan que en la zona hoy conocida como el Valle de San Vicente vivió una gente que se hacían llamar los Rajones o Rachones (¿de ‘raxón’, rayón, rayado?), que según ha recogido Diego José González, «tenían religión y leyes diferentes» y, con el paso de los años, «desaparecieron de forma misteriosa». Una historia similar, pues, a tantas otras protagonizadas por moros o mouros, esa ‘otra gente’, mágica y oculta, custodia de tesoros y hechizos, que habita el imaginario colectivo leonés. De aquel poblado o castro quedaron ruinas y una ermita, aunque actualmente no subsiste nada por haberse empleado como espacio de pastos. Mientras la ermita se mantuvo en pie, los vecinos de Canales decidieron mantener una lámpara de aceite encendida en ella, en recuerdo de los antiguos Rajones. Calcularon el tiempo que duraba el aceite y cada poco subían a la ermita cuando tocaba rellenar el candil.

«Pero sucedió —cuenta González—, que uno de los pastores que llevaba el ganado al valle de San Vicente, como lo único que tenía para comer era pan duro y no era suficiente sustento, discurrió mojar el pan en el aceite. La persona que se encargaba de reponer el aceite se extrañaba de que cada vez el aceite durara menos, y un día decidió esconderse para ver si era alguna lechuza la que se la bebía». Grande fue sorpresa cuando, en vez de un ave, quien apareció en el lugar fue un pastor que acercándose a la ermita iba diciendo: «San Vicente, ¿me dejas mojar en la tu aceite?». Y como no obtenía respuesta, se contestaba a sí mismo: «San Vicente, el que calla consiente». Y así mojaba el pan duro.

Pero de repente, sin saber de dónde había venido, el pastor recibió un fuerte bastonazo y salió a todo correr de la ermita, dejando allí sus pertenencias, incluido el zurrón.

Cuenta la gente que días después regresó el pastor a la ermita y rogó de la siguiente manera: «San Vicente panfilón, que no vengo por la tu aceite, que vengo por el mi zurrón».

Otros cuentecillos parecidos proceden de Alija de la Ribera y el tramo final del Bernesga. En uno, el informante explicaba que antiguamente se llevaba a enterrar los muertos a la iglesia y allí mismo se les velaba, y que un paisano que estaba velando a un muerto de noche se quedó dormido en la iglesia. Entonces, unos ladrones que habían robado cierta cantidad de dinero lo empezaron a repartir allí en la iglesia, pero a uno no le querían dar su parte, o le querían dar de menos, y estaban disputando en voz alta: «¡Pues yo quiero mi parte!», decía el ladrón al que querían dejar sin nada. Y con las voces, el que estaba dormido velando al muerto despertó, se levantó y gritó:

«¡Y yo también quiero la mía! ¡A mí me dais también la mi parte!». Los ladrones pensaron que el muerto había resucitado y se largaron corriendo dejando en la iglesia todo el botín.

Todo por el aceite

En la otra, el informante, que sitúa su historia en la Cepeda, la cuenta así: «Había allí una iglesia como la de Villarroañe ¿sabes?, y allí dicen misa los domingos, o cuando vayan, pero no hay casas cerca. Entonces había una lámpara en la iglesia que siempre tenía una vela; tenían que ir con una tijera y ponerlas allí, y chiscarlas, y con l’aceite que había se conservaban, iba aspirando aceite y lucía la lámpara. Pero había un pastorcillo que cogía el morrón de pan, y venga. Hizo un agujero en la iglesia por tras, y se metía, y a mojar pan en la lámpara tolos días. Mojaba allí, ¡se hinchaba! Hasta que el cura se dio cuenta y le preguntaba cuando le veía:

—Pastorcillo, ¿pa ónde vas con el ganadillo?

—Pa Santo Domingo, que hay mejor hierba y mejor trebolillo (Santo Domingo era la capilla aquella que había allí).

Y venga, y que le consumía to’l aceite de la lámpara. Y tolos días le preguntaba:

—Pastorcillo, ¿pa ónde vas con el ganadillo?

—Pa Santo Domingo, que hay mejor hierba y mejor trebolillo.

Con que va un día el cura primero, y se mete detrás del altar aquel de Santo Domingo. Y el pastorcillo se mete también y venga a mojar, y venga.

—¡No mojes que te va salir caro! —le decía el cura que estaba detrás—.

Y él creía que era Santo Domingo, el santo. Y le dice:

—Nunca has dicho nada y hoy te se antoja decirlo.

Y el otro:

—¡No mojes, te digo, no mojes, que te va salir caro!

—¡Como te pegue un cachazo, te rompo la cabeza que tienes ahí!

Y el otro:

—¡No mojes que te va salir caro!

Terminó y fue a salir pol aujero, pero entonces el cura le amarra los pies pa tras, tirando, ¡y palo, y palo, y venga! Aunque matar, no le mató.

Al día siguiente, sigún sale con las ovejas, dice el cura:

—Pastorcillo, ¿pa ónde vas con el ganadillo?

Y responde el mozo:

—¡Pa la ribeira, que pa Santo Domingo amarga la yerba!»

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