Diario de León

TRASTERMINANCIA: CONTAR OVEJAS

Historia de un pastor

Son las ocho y cuarto de un Miércoles Santo de abril casi mediado. La Supía, pueblo algo pujante de la ribera del Órbigo, comienza todavía a despertar. Llovió anoche y la mañana está fría, pero el cielo, del todo raso, hace mirarse la cazadora al curioso que esto va a contar con el fastidio de saber que pronto va a ser un estorbo...

Imagen del rebaño de ovejas de La Supía. DL

Imagen del rebaño de ovejas de La Supía. DL

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Juan García Ferrero
León

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El curioso, a pie firme frente a la majada, espera a los pastores. En el regadío nada queda ya que ofrecer a los rebaños, salvo peligros: peligro de pisar un sembrado, de aventurarse por una chopera sulfatada, de que una vecina haya alineado, tonta, ingenuamente, los geranios a la puerta de su casa, de que un jubilado de la lechería esté poniendo jardín en un huerto sin cerrar. Es tiempo de ir a los pastos intermedios, en los que aguantar como quiera que venga la primavera hasta subir a los puertos. Aunque ya pasen cuarenta minutos de la hora a la que le mandaron presentarse y siga sin aparecer nadie, el curioso no se impacienta; el curioso, si hiciera examen de conciencia, se daría cuenta de que no tiene cosa mejor que hacer. De los rollos de paja que quedan junto al portón mira desprenderse el vapor de la lluvia que los empapa y los pudre. 

Los dos mastines que duermen con el rebaño vuelven a agitarse. Del que asoma el hocico por una de las ventanas, se alza también un vaho denso que, conforme asciende, parece menos intimidador. Viendo elevarse el aliento del perro, el curioso repara en una nogal solitaria que a diferencia de los chopos que rodean la majada aún no ha empezado a ruchar.  

Una desconocida que pasa por la carretera le hace volver la cabeza. 

—Mucho madruga el pastor—dice sin propósito. 

—No se crea, señora... ¿Dónde camina tan pronto?

—A cualquier parte. Lo importante es andar. 

Dan las nueve cuando los tres pastores llegan. Son los dos hijos del ganadero —el mayor de los cuales, Carlos, se ocupa de este hatajo— y de un empleado que, para pasmo de estos tiempos, va ya viejo y es de la misma provincia. Es el primero en hablar: 

—Román, tanto gusto.  

A un pastor le socava la paciencia la subida del pienso, la «civitas» del lobo, la burocracia estúpida e impertinente o la inestabilidad de las lonjas 

Román es un hombre ligero, con la funda, la gorra y hasta la poca piel que le queda al descubierto muy ceñidas a su parvo cuerpo. Román tiene unos pelos del bigote blancos, otros rubios, otros rojizos. Román tiene los ojos glaucos, casi transparentes, y la tez clara y como esmaltada. Se excusan de la tardanza por tener que haber ido a enganchar un remolque, del que bajan sus tres careas, y en el que prevén cargar las ovejas que se vayan descolgando por el camino. 

Juan García Ferrero con las ovejas. DL

Juan García Ferrero con las ovejas. DL

Carlos silba a la perra y la manda sentarse:

—Éste es Juan, Lúa. Haz caso de lo que te diga. 

Lo dice sin embargo complacido de saber que la Lúa nunca obedecerá a otro que no sea él y de que si le mandase tirarse al tren, correr al lobo o ladrarle a su padre, probablemente lo haría. 

—Hacer un perro bueno te come mucha paciencia. 

A un pastor, sin embargo, no sólo adiestrar los perros de aqueda le socava la paciencia: la subida del pienso, la «civitas» del lobo, la burocracia estúpida e impertinente o la inestabilidad de las lonjas se la mellan igualmente. 

—Para más inri, llevamos cuatro semanas recibiendo cordero que los franceses no han podido colocar abajo. Sabes tú que el ganadero francés está muy subvencionado. No hay quien compita así.  

El curioso no puede menos que reconocer que agricultor, ganadero, antiamericano o adúltero, está claro que lo mejor es nacer francés.

Rafa, el hermano de Carlos, que entró a atar los mastines, descorre el portón y pregunta si estamos listos para abrir la cancilla y soltar el ganado. El curioso, apuntalado en su vara —que un pastor del Cidacos cortó y tostó para él el menguante de un enero— tratando de imitar la pose algo escéptica, algo enamorada de Román, ante la avenida a la que no se le ve fin, se asombra por momentos de que tantos animales cogiesen en la majada y, por contra, de cómo se van diluyendo en la chopera adonde se les hace esperar.

—Que no coman mucho. Está húmedo todavía. 

Las ovejas camino de la carretera de La Magdalena. DL

Las ovejas camino de la carretera de La Magdalena. DL

A las nueve y media emprendemos viaje. En cuanto salimos al primer camino, establecemos la formación: Carlos y el curioso, delante; Román, a retaguardia; un carea en cada flanco y Rafa, con el Terrano y el remolque, siguiendo la columna cincuenta metros por detrás.  Algunas vecinas se asoman a las puertas, a las ventanas, disimulando pobre, torpemente su descorazonamiento, pues pasará medio año antes de que con los primeros fríos y los días cortos vuelvan también los rebaños.

Son mujeres pulcras a las que quizá contraríe verse en la obligación de barrer la calle cuando pasa el rebaño, oler a abono cuando en la atardecida el aire rueda desde la majada pueblo abajo, a las que la amenaza de los mastines disuade de tomar el camino  vecinal cuando, embufandadas hasta los ojos, los días de invierno salen a hablar con alguien y a ver un poco el sol. Y sin embargo, llegado el momento, que sabían inminente, un poco desconsoladas, un poco avergonzadas, les placería  libremente decir: «¿no aguantan hasta Santo Toribio?, aún ha de haber rastrojos sin andar», mas sólo alcanzan a balbucir:

—Para San Miguel otra vez aquí, ¿verdad? O — Que se dé bien el verano; ir con Dios. 

Cruzar la carretera de La Magdalena es más asequible de lo que cupiese prever. Hay que notar que, como con íntimo, con consolado orgullo decían las gentes de esta comarca, en sus primeros diez kilómetros es una recta limpia, y que el conductor, a base de andarle al bolsillo, pasa muy domesticado. 

Quintanilla es un pueblo con cierto amor propio. Apenas cuenta con calles mezquinas, su labranza es más que decorosa, se ven casas nuevas, hay bar, tiendas, campo de fútbol... 

Al traspasar la línea entre el asfalto y la zahorra, una peladora de lúpulo, entumecida y recubierta de orín, nos da el adiós final. El curioso presiente que de aquí en adelante las distracciones podrá contarlas con los dedos de la mano, de la mano que está tentado de meter en el bolsillo.

El regadío ha cambiado en sólo tres semanas lo que le hubiera correspondido cambiar en tres meses. La razón: que no cayeron más de cuatro gotas entre Reyes y Santa Perpetua. El cereal pasó enero, pero también febrero y principios de marzo, aletargado, y le ha tocado pegar el estirón con las lluvias apretadas de hace cuatro semanas. Esas mismas lluvias, que tanto bien han hecho al campo que aguardaba siembra (y que han ahorrado diésel y rejas), han retrasado el tempero hasta anteayer y de entonces a acá se han amontonado las labores.

Los labradores andan un poco exasperados, pero también, y al tiempo, confiados y desconfiados de su confianza: tan pronto aseveran «Dios aprieta, pero manda llover» como insisten en que «a más que se pague la maíz, habida cuenta de cómo ha subido la urea, no vamos a cubrir gastos».

En un rebaño peregrino, como bien sabe el episcopado, la desigualdad no tarda en manifestarse. Las ovejas delanteras, de consentírselo, ramonean como cualquier otra y, sin embargo, no pierden el paso; no humillan la testuz, sino que avizoran el horizonte; se les confía cencerra y comen golosinas en la mano; se evaden con habilidad del carea; no balan tonta, sino interesadamente. Por contra, las de los márgenes —la coja, la malparida, la bienpreñada, el carnero viejo y colgón—, ésas por las que el pastor bonus siente especial predilección, se desgajan a poco del rebaño, todo el día hay que ir arreándolas, para al último, apartarlas y echarlas a empellones, contra su instinto gregario, al remolque de beneficencia. 

El día ya pesa hasta para los perros. Las varas no nos impulsan, las chaquetas se nos aflojan de la cintura y no las apretamos, se nos desatan los cordones y no nos agachamos. 

A la vista de San Juan de los Caballeros, cabecera de ayuntamiento, nos espera el primer descansadero. Es un baldío que quieren roturar. Al ganado, incluso al aventajado, no se le puede llevar a este paso toda la jornada, máxime cuando, si es por bien, la mayoría de las ovejas va cargadas. 

—Si hago eso hoy —dice Carlos— mañana cuando vaya a abrirlas, hay treinta corderos muertos. Eso tampoco lo entienden los del lobo. No es que te mate siete ovejas. Es que te hace abortar a setenta. 

El rebaño entra en la tierra como una manta de agua: lenta, segura, inexorablemente. La oveja sabe bien dónde puede y dónde no puede pisar y si se le olvidara, el carea siempre gustará de recordárselo. Los perros, por su parte, también agradecen el alto. Tumbados junto a las botas de su respectivo amo, lo provocan con disimulo para que les rasque el cogote, o le recorra el lomo con la punta de la vara, o le haga bucles en el vientre, de tetilla en tetilla y vuelta a empezar.

Las ovejas atraviesan una cañada. DL

Las ovejas atraviesan una cañada. DL

Después de un silencio sosegado, un silencio seguramente indispensable y como abacial, Carlos se dirige a su hermano: 

—Lleva las del remolque a casa y vuelve con él vacío. Atas al carnero para que no salte donde las secas y nos haga el negocio. 

Una vez que las ovejas han dejado limpio el baldío, basta con silbar a los perros para que las embolsen y las devuelvan contenidamente al camino. La marcha se reanuda evitando por caminos y roderas la población. 

La etapa de todos modos es mínima: casi no han empezado a andar las ovejas de cola cuando a las de cabeza se les vuelve a dar descanso. La razón es simple: a los pastores también les aguarda su almuerzo. Lo que más agradecen, sin embargo, es no haber tenido que echarlo al zurrón —salvo la navaja— sino que, como quien dice, van a plato puesto.

Tampoco hay que pasar por alto, piensa el curioso, la circunstancia de que el intendente sea el padre de Carlos y Rafa, a quien le gusta oír que sus ovejas más que gordas, están «amaseradas». Se llama Wenceslao, no es alto, pero sí troncudo, nadie le ha visto apresurarse por nada ni dejar nada por hacer y tampoco nadie le ha visto los tres primeros botones de la camisa abotonados jamás. En efecto, cuando comienza a desembalar paquetes y a destapar fiambreras sobre el capó de su todoterreno, aparece un gran banquete de quesos y chacinas de distintas leches y carnes, curaciones y aromas. Corta pan, descorcha vino, manda comer y beber, come también él y, apiadándose de los perros, les larga alguna tosta. Al término, los curruscos que sobran los miga en el aceite de la pandereta de agujas y los cita a su alrededor.

—¿Qué tal vienen? 

—De momento, bien. 

—No las llevéis a la carrera. Hace dos semanas que no sulfatan.  

Aparentemente decepcionado por que sobren agujas, mantecadas y vino —del chorizo no ha quedado ni la monda—, Wenceslao nos incita a echarnos otra vez al camino. Su última instrucción es que ajustemos el paso de modo que la hora de comer nos coja de este lado de la nacional VI y el rebaño pueda aprovechar una rastrojera de maíz junto al termenero de Quintanilla.

Flanqueados por choperas comunales, desahogadas y bien atendidas, ponemos rumbo a Ferreras por la propia carretera de Astorga, lo que nos obliga a impostar disculpas serviles ante algún conductor grosero poseído de derechos.

Al llegar al pueblo, todos vamos ya en mangas de camisa, lo que extraña a dos comadres con chaqueta sobre la bata que con el pan recién comprado parlotean siguiendo el sol. No se privan de hacernos las tres grandes preguntas de toda época —quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos—.  Al otro extremo de Ferreras, un jubilado que se iba en bicicleta, vuelve a casa y saca a una niña somnolienta a ver el rebaño. Es rubia, un poco pecosa, la naricilla afilada y brillante, parece un mustélido.

El viaje cambia de cuenca. Hasta que lleguemos al secano definitivo —no tarde porque la vega es estrecha— es el regadío del Tuerto. A decir de los enterados, estamos pisando uno de los suelos más feraces en muchas leguas a la redonda. Al río, queda dicho que, como para compensar, uno de los más escasos, se lo adivina por las choperas que lo ribetean y cuyo murmullo a la tenue brisa es como un centelleo de la primavera. 

Quintanilla es un pueblo con cierto amor propio. Apenas cuenta con calles mezquinas, su labranza es más que decorosa, se ven casas nuevas, hay bar, tiendas, surtidor, campo de fútbol...

El repique de las cencerras alerta al oído sensible de Honorino Fernández, pastor del lugar, que renuncia a comer el segundo plato y, limpiándose las manos en las perneras del mono, sale a vernos pasar. La verdad, se entera el curioso más tarde, es que Honorino Fernández no deja la comida sobre la mesa por el deleite de ver desfilar un rebaño ajeno, sino de sacarle sus faltas (sus faltas más recónditas e infamantes) y señalárselas con tremendismo a su dueño. 

—Razón llevas, Honorino, qué se le va a hacer. Que tengas buena paridera, oye. 

Honorino Fernández es un hombre muy descriptivo, muy articulador, pudieron haberlo hecho catedrático de Producción Animal. 

—No te digo yo que no. A uno de mi pueblo lo hicieron honoris causa y cum laude en Salamanca.

Honorino Fernández, por más señas, es mozo viejo, farfantón e inofensivo, que distingue los días de fiesta de los de labor por el color de la funda, tal como el cura los distingue por el de los ornamentos. Es vox populi que, así se presente en zapatillas, es uno de los depositarios más agasajados de la caja, no bien que su única heredera sea una resobrina casada con uno de «esos países», sin que se sepa precisar siquiera el continente de ese país.

Llegamos al rastrojo de maíz al tiempo que, en el otro sentido, llega el coche del rancho. El despliegue es de nuevo regio. Sobre una mesa plegable, bien repartido, todo lo que Esperanza, la madre de Carlos, ha estado preparando desde anoche: empanada de picadillo de oveja, chorizo y salchichón, de oveja también, dos tortillas de cuatro dedos, chuletillas, cecina de chivo, y lo que para el paladar del curioso es el compendio de todas las delicias: una fuente a rebosar de leche frita. Antes de meternos en faena, Wenceslao va uno por uno con una cacharra de agua, una pastilla de jabón y una toalla de una casa de medicamentos. 

No nos embobamos en levantar los manteles porque todos los hombres de la mesa, salvo Carlos, y naturalmente el curioso, tienen su propio rebaño al que han de ir a darle campo. Se despiden con la tranquilidad de conciencia de que una vez traspasada la Nacional VI, lo que queda de camino es monte bajo donde ningún peligro acecha.

Siguiendo el camino que traíamos, en media hora remontamos la rampa que limita la vega y nos presentamos en Robledo. Cuatro generaciones de una misma familia nos miran desde la puerta de una casa ganar la rasa y congregar el rebaño para cruzar la nacional. Podría decirse sin embargo que toda prevención es mucha: en tres minutos de reloj no se llega a aproximar ni un solo vehículo.

La decrepitud de la vía desde luego no llama a nadie. La  A-6, en cambio, concita las miradas, tan idiotas las pobres, de todas las ovejas; si no las arreásemos, perderían la tarde viendo pasar los fondistas que se escabullen esta víspera a la periferia. Del otro lado de la pasarela, la prescriptiva cancha con sus canastas y sus porterías, tan abandonadas, tan inútiles, como la nacional, como la misma vía Monfragüe-Astorga. Aquí es donde comienza el monte. 

El día ya pesa hasta para los perros. La tarde se ha recalentado y las cervezas, que nos las entregaron heladas, están como el caldo y no quitan la sed. Las varas no nos impulsan, las chaquetas se nos aflojan de la cintura y no las apretamos, se nos desatan los cordones y no nos agachamos. El único que aún mantiene la compostura, ajeno a esta definitiva y plácida indisciplina, es el manso negro al que desde antes de almorzar no se le distingue con ninguna chuchería. Del santuario de Castro, que se apresura a dar las ocho cuando pasamos a su pie, lo que mejor reconocemos es su sombra fría, compacta, capaz. 

A menos de un kilómetro de destino, junto a un palomar, hacemos el último alto. El río Peces no pasa de ser una reguera cegada de cantos. Cuando al fin llegamos a la campa de la majada de La Gostriza, en quince bañeras, damos una y otra vez agua a las ovejas. 

Han pasado trece horas desde que empezó este relato. El Teleno, azul, se difumina poco a poco en la noche y en el frío.

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