"Soy un voluntario en Valencia, uno mas"
Me llamo Germán Camarero Cuadrado, trabajo en la multinacional americana Hewlett Packard Enterprice (HPE), en Madrid, como responsable del área de negocios transaccionales para Latinoamérica y Sur de Europa. Mi día a día se centra en la organización y gestión de proyectos que optimizan operaciones para nuestros partners y clientes.
Sin embargo, la reciente tragedia en Valencia me llevó a vivir una experiencia muy diferente, que me ha marcado profundamente tanto a nivel personal como profesional. Junto a un grupo de personas comprometidas, tuve la oportunidad de ofrecer ayuda y contribuir durante cuatro días seguidos en los esfuerzos de recuperación en las zonas afectadas por esta enorme tragedia.
Este relato no sólo recoge las vivencias y aprendizajes de esos días, sino también la solidaridad que encontré en cada momento y compartir este testimonio con el deseo de que inspire a otros y de que se recuerde la importancia de la empatía y la acción en estas tremendas situaciones. Esta no es una labor de un solo día; es un esfuerzo que debe sostenerse en el tiempo para lograr una recuperación completa y duradera.
Desde el primer momento en que Valencia se vio afectada por un desastre natural que puso a muchas familias en una situación vulnerable, la respuesta solidaria de tantos ha sido profundamente conmovedora. Quiero expresar mi más sincera gratitud a todas aquellas personas que han hecho posible llevar esperanza y ayuda tangible a quienes más lo necesitaban en estos momentos difíciles.
La generosidad y el compromiso de muchas personas de HPE que se sumaron a esta colecta con un apoyo incondicional, así como la participación de otras ajenas a la empresa que se unieron a nuestra causa con el mismo espíritu de solidaridad. Alcanzamos un total de 2.531 euros en contribuciones por parte de los compañeros de HPE, reflejando un esfuerzo colectivo que va más allá de lo económico y muestra la verdadera esencia de la humanidad: la empatía y el deseo de ayudar.
También, con donaciones de amigos y familia conseguimos 1.495 euros, lo que supuso que tuviéramos un total de 4.026 para poder gastar.
Con estas aportaciones hemos invertido en productos esenciales para las labores de ayuda y protección en la zona: botas, pantalones impermeables, azadas, guantes, mascarillas, gafas de seguridad, productos de limpieza y pañales, entre otros.
Cada euro se tradujo en materiales que llevaron alivio y un mensaje de que no están solos, de que, aunque la adversidad golpee, siempre hay manos amigas dispuestas a tenderse.
Pero faltan muchas cosas que se compraron in situ, ya que, aunque parezca mentira, resultaba más fácil poder comprar allí que en Madrid.
Como curiosidad, en Obramat de Majadahonda, las palas y botas estaban agotadas porque se enviaban directamente a Valencia, por lo que decidimos comprar azadas, muy útiles cuando estás ahí por el barro duro que había dentro de las casas.
Otra anécdota, en el Decathlon, también de este pueblo de Madrid, donde se donó prácticamente todo a Valencia, un dependiente me contó que un comandante militar fue con su tropa para irse de «vacaciones» a Valencia y se llevaron de todo lo necesario al día siguiente de la tragedia. Como apunte, vi mucho militar de paisano, y a medida que pasaban los días se veía, aunque a cuentagotas, la aparición de más militares y más policía
Esto fue el comienzo y lo que pretendo es dar un testimonio que busca contar cada vivencia, cada mirada de agradecimiento y cada instante que nos recordó la importancia de unirnos frente a la adversidad.
El impacto visual de la devastación era innegable, pero creedme, lo que se ve en imágenes no es comparable con la crudeza de lo vivido en persona
Este viaje a Valencia y los pueblos cercanos ha sido una lección de vida sobre el poder de la comunidad y la bondad humana. No os mentiré, lo vivido marca, pero también me da entender que hay esperanza en la humanidad, en la que se ve cuando un pueblo se une por un bien común, no hay nada que nos pare.
La realidad tras la tragedia
El primer día, un martes que quedará grabado en mi memoria, llegamos con la intención de distribuir una parte de lo que habíamos comprado. Sabíamos, gracias a los contactos locales, que lo mejor era entregar parte del material a un grupo de voluntarios que llevaba ayuda directamente a los pueblos menos abastecidos.
Esta estrategia fue crucial, ya que la labor de los voluntarios, desde mi perspectiva, era mucho más organizada y eficiente que la de las instituciones locales y estatales. La describo como una «anarquía organizada», una red de pequeñas unidades de voluntarios que, sin duda, marcaba la diferencia.
El impacto visual de la devastación era innegable, pero creedme, lo que se ve en imágenes no es comparable con la crudeza de lo vivido en persona. Las historias que se escuchan son desgarradoras: relatos de pérdida, de familiares y amigos, de vidas enteras cambiadas en un instante. Pero entre tanto dolor, los gestos de agradecimiento en los ojos de las personas que recibían ayuda te daban la fuerza para seguir, aun cuando las energías parecían agotarse.
Hay anécdotas que tocan lo más profundo. Una de ellas es la historia de una señora de 78 años que, habiéndolo perdido todo, todavía ofrecía con generosidad lo poco que le quedaba. La comunidad de voluntarios era un hervidero de ideas y acciones; desde «ideas de bomberos» —literalmente— como la creación de barricadas para contener el barro en una zona y luego formar cadenas humanas para agilizar la remoción de lodo y facilitar la labor de la maquinaria.
Quiero resaltar la palabra voluntaria, porque en Masanasa, donde estuve desde el martes hasta el sábado, lo que más vi fue un ejército de voluntarios de todas las edades, con maquinaria agrícola, bomberos, equipos de construcción, y hasta una excavadora que llegó desde Andorra, imponente en su tamaño.
No todas las historias terminan bien. Una de las más impactantes fue la del amigo del padre de uno de mis compañeros de Valencia. Contó cómo logró salvarse de milagro: su esposa lo había llamado a las 18:30 para que bajara al garaje y moviera la moto y el coche antes de que se inundara.
Al llegar, se dio cuenta de que era imposible sacar los vehículos. Con rapidez y lucidez, bajó las ventanillas de su coche, pensando en nadar y escapar. Logró llegar a las escaleras del garaje comunitario, pero no pudo hacer nada por su vecino, quien perdió la vida. Historias como esta abundan, y escucharlas de primera mano te cambia de una forma que es difícil de expresar con palabras.
Estamos hablando de lo que posiblemente sea la mayor tragedia natural en la historia de España, superada en número de muertes solo por la pandemia del Covid-19. Por eso, siento la necesidad de compartir estas vivencias, estos pensamientos que forman parte de mi lado más íntimo como voluntario. Quiero dar voz a lo experimentado, porque, aunque todos lo decimos, la realidad siempre supera a la ficción.
Este es mi pequeño homenaje a todos los que se enfrentaron a esta tragedia con valor y solidaridad, y a los voluntarios que demostraron que, en los momentos más oscuros, la humanidad es capaz de brillar con más fuerza que nunca.
Quiero resaltar en este relato una serie de fotos y videos que tomamos durante nuestro tiempo en Valencia, momentos que capturan no solo la devastación sino la extraordinaria labor de quienes se unieron en un solo propósito: ayudar.
Uno de los encuentros más especiales fue con un grupo de bomberos voluntarios de Santiago, quienes compartieron sus vivencias con una mezcla de seriedad y camaradería, todo mientras compartíamos una cerveza cuando terminábamos.
Aquellos que me conocen saben cuánto valoro las reuniones informales y cómo, para mí, las personas siempre están en el centro de todo. Este encuentro se convirtió en algo muy personal y profundamente inspirador.
Las historias compartidas por los bomberos y otros voluntarios fueron un testimonio del coraje y la resiliencia que define a quienes se entregan sin esperar nada a cambio. Una de las anécdotas que más me impactó fue la de un amigo que, tras vivir de cerca la tragedia (es de ahí y gracias a él, pudimos tener un techo donde dormir y descansar) y la admirable labor de los bomberos, tomó la decisión de dar un giro radical a su vida: opositar para ser bombero.
Siempre había sentido una afinidad por ese tipo de vida, pero esta experiencia le reafirmó que tenía las aptitudes y, más importante aún, la actitud necesaria para emprender ese camino.
Estos momentos, que comenzaron como un acto de servicio, se transformaron en un aprendizaje profundo sobre lo que significa estar ahí para los demás, sobre el poder de la comunidad y la importancia de creer en uno mismo.
Las palabras compartidas en esas reuniones, la conexión con cada persona, y los sueños que nacen en medio de la adversidad, nos recuerdan que hasta en los momentos más oscuros, el espíritu humano encuentra la manera de renacer y reinventarse.
Mirar hacia delante: Lo que queda por hacer
La labor en Valencia y las zonas afectadas es solo el comienzo de un largo camino de recuperación. Quiero recalcar que volveré a la zona cero el fin de semana del 22 al 24, porque esta no es una tarea de un mes, ni de unos pocos.
Ahora mismo, la prioridad es la limpieza, el abastecimiento de maquinaria y, sobre todo, la ayuda constante y sostenida. La entrega de productos de primera necesidad y la colaboración activa de todos los voluntarios es esencial, pero no termina aquí. Es fundamental encontrar formas de optimizar la logística, como el alquiler de vehículos, furgonetas o 4x4, que permitan llevar suministros a las zonas más necesitadas, especialmente cuando los accesos están bloqueados.
Me gustaría destacar la admirable determinación de los voluntarios que, a pesar de las dificultades, encuentran maneras de llegar a donde se necesita. Aunque comprendo las restricciones de las autoridades para evitar que los accesos se congestionen y así permitir la entrada segura de los equipos de emergencia, es frustrante la falta de comunicación que hace de cada entrega un desafío logístico.
En muchas ocasiones, el simple trayecto para llevar un coche hasta la zona cero se convertía en una odisea que podía tardar hasta dos horas, y en el mejor de los casos, una hora. Después, caminar hasta dos kilómetros para llegar al destino era algo afortunado en comparación con quienes recorrían mucho más, como las dos chicas de 17 años que caminaron tres horas desde su pueblo para ayudar, sin importarles el agotamiento, y que luego volvieron otras tres horas a pie. Sin estar preparadas, les ofrecimos los recursos que teníamos, cubriendo sus botas con cinta americana para protegerlas del lodo y el barro, un barro cuyo olor, indescriptible, terminaba por hacerse familiar.
Quiero dar las gracia infinitas a todos por estar ahí.
Gracias.