Diario de León

¡Otoño, qué dulce nombre tienes!

RAMIRO

RAMIRO

Publicado por
JOSÉ A. MARTÍNEZ REÑONES | texto
León

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En esta España, siempre convulsa e inconclusa y siempre camisa verde de nuestra esperanza, muchos son los territorios que nos pueden ganar a mejor clima, a más polución industrial e incluso a más ministros per cápita, pero pocos son los que nos hacen sombra en cuanto a diversidad y calidad de tierras y de aguas. Aquí, en esta provincia que ocupa un cuarterón del escudo nacional y que sin embargo se desocupa en los penúltimos puestos en todo lo demás, la naturaleza se entregó como una adolescente atravesada encendidamente por Cupido. Esta es nuestra Mesopotamia: la tierra de entre ríos. Porque el ser, la esencia leonesa, es el agua; el agua en todas sus formas de: nieve, presas, zayas, zagues, embalses, puertos, regueros, norias, molderas, embelgas y surcos. Y separando las aguas la tierra madre. Madre de anchas caderas en Páramos, Oteros y Campos, dulce y esbelta en las riberas, altiva y brañera en la montaña, ondulada y generosa en el valle del Bierzo. Esta es nuestra Mesopotamia. Una Mesopotamia para la que algunos pedirían algo más de calor, así, porque es la moda de la comodidad y la vacación, sin pensar que la calor es buena para lo que es y mala para todo lo demás. El poder contemplar las cuatro estaciones (a pesar del chiste de la recoña leonesa que dice que aquí sólo hay dos: el invierno y la de Renfe), el tener muy señaladas las cuatro estaciones de manera radical y diáfana es privilegio por el que aspira medio mundo que viven o mal viven entre el trópico y el subtrópico. Además, el futuro resarcirá a los añorantes de más altas temperaturas, no hay que correr: de seguir con determinadas políticas, el mono de la bonoloto habrá conseguido con sus manipulaciones descerebradas incrementar pronto esos siete grados que nos faltan para ser un puro desierto. Esta es nuestra Mesopotamia. La mejor tierra del planeta, porque el planeta es la mejor de las tierras y todas las tierras que crían hijos que las aman son las primeras. Aunque los actuales momentos no sean los más propicios para loar sin fin nuestra pequeña patria, dado que aún estamos padeciendo la crisis de transición de la cultura campesina a esta cosa que no sabríamos cómo llamarla, que con todo lo que de bueno tiene no ha reparado sensatamente en lo mucho de bueno que pierde. Un repaso por los frutos vegetales de nuestro territorio nos puede poner en guardia sobre lo que dejamos atrás que, nunca hay que olvidar, fue el alimento de nuestros padres y de los padres de nuestros padres y, por lo tanto, gran parte de nuestra actual genética. También, es lo que deseamos, debería continuar siendo nuestra fuente de salud y alimento y, ¡cómo no!, una de nuestras primeras actividades económicas en sus diferentes fases de producción, transformación, comercio; santo y seña del ocio y del turismo. De entre nuestros cereales, el centeno ha ocupado un lugar extensivo. Su harina ha sido pan de pobres durante siglos. Su cornezuelo fue alucinógena sustancia, padre de tantas milagrerías; también recolección para la industria farmacéutica. Hoy aquel pan negro -¡las vueltas que el mundo da!- sirve para estilizar integralmente señoritas vagas u ociosas. Diezmos, eminas y cuarteles De los trigos de los frescos barriales de Oteros y Campos y de las vegas limosas, de aquellos trigos candeales, de barbilla o fanfarrones, salieron muchos diezmos, muchas eminas y cuartales para clérigos, recaudadores y nobles. El pueblo hasta no hace tanto santificaba el pan blanco como el más sagrado don. Fue pan de fiesta, rosquilla para la cuelga, monigote dulce para la carrera del bollo, moña envuelta en lino como chupete de tantos niños, pan caído y besado, pan ácimo, regojo de merienda con vino y azúcar, con nata, cacho sobre el que comer a navaja, materia primera de las innumerables formas de hacer las sopas. Formidables los panes sopajeros de Cimanes del Tejar, San Justo de la Vega y Villafranca del Bierzo. También el pan se ha hecho en estos lares con patatas, en la Cepeda y alto Órbigo, con castañas en Fornela, con maíz en Omañas, con bellotas en época de extrema escasez y con leche y se decía pan de Viena. Escogiendo entre los frutos que la revolución verde nos trajo de América, la primera entre nosotros es su Majestad la Patata. Muchas plazas y calles, en vez de estar dedicadas, todavía, a asesinos en serie deberían rendirse a este tubérculo que, a lo mejor, ha posibilitado el que estemos hoy aquí tan ricamente sentados. Este cultivo no bíblico e hijo soterrado de Nabuzardán, cocinero mayor del infierno -al decir de los orondos clérigos-, ha llenado barrigas de manera celestial con sopas, bacalao, arroz, huevos, verduras, legumbres, caza, aves, carnes... Asadas, guisadas, cocidas, fritas,, en cachelos con sal y aceite, acompañando o solas. Patatas a la Somoza, tortilla guisada y sopas con patatas en el viejo Caño Badillo de Yuma, patatas con jabalí en Sueros, con carnero en Villamoratiel de las Matas. Y para patatas, muy buenas las de la Valduerna, pero supremas las de la vega del río Tuerto, sobre todo ese corrín entre Castrillo de las Piedras y Santa María de la Isla. Antes fueron las que se bajaban del Valle Gordo y la Cepeda alta, aquellas cantudas, y después las rojas red pontiac o amarillas kenebec que antaño fulguraron en los platos de la burguesía catalana y hoy se han echado a perder por no haber sabido destacar su cualidades/calidades. El maíz también llegó de allá, pero aquí, a pesar de los esfuerzos del asturiano Marqués de la Florida, no ha tenido la consideración de primer alimento. Hoy los campos leoneses son un maizal frondoso, pero su fin último son los piensos. Alguna vez se utilizó su harina para panificar o para hacer tortas, sin llegar a extraerle sus más sabrosas propiedades, como sí hacían las culturas americanas. Tostas sabrosísimas eran las embadurnadas con el aceite de linaza, cuando las mejores tierras (los linares) hermoseaban con aquella fibrosa planta. La delicia del pimiento El que sí proliferó con éxito, después de que don Cristóbal creyese encontrar la pimienta que buscaba, fue su homónimo masculino: el chile ají, que aquí llamaron pimiento. No hay otros en Iberia que puedan igualar en sabor y textura a los picantes del Bierzo o a los morrones de Fresno. Delicias son los pimientos rellenos a la berciana, los verdes y picantes que exigen de masa las ancas de las rana de las vegas bañezanas (santificadas fueron las de casa Boño; hoy se comen excelentes en Astur o en Galicia de Toral de Fondo), el no va más fueron los pimientos rebozados en miel, manjar de los conventos bercianos. Y si hiciese falta un suplemento de excitación para eso siempre tendremos a mano guindillas de putaparió. De entre las legumbres, reinas de los pucheros antes de la patata, tiene sentados sus reales las alubias. Alubias que, entre agricultores leoneses, siempre se dijeron habas. Finísimas de riñón de la Valduerna, mantecosas, redondas, redondillas, pintas del Páramo, canellinis, de la Virgen... Todas salen excelentes a partir de los 750 metros de altitud. El todo vale de los mercados caníbales hundió esta excelencia gastronómica a favor de las masivas producciones turcas o americanas. Pero quien sabe, aún las pide por su nombre. Lamentable ha sido en este tema, como en tantas pérdidas de nuestro territorio la actuación miserable y retrasada de los administradores. Las alubias han ido bien, ¡pero que muy bien!, con manos de gocho, con callos, con almejas, con matanza, cocidas, guisadas o estofadas. Hoy se comen pocas, en contra de toda recomendación saludable, tal vez porque la mayor parte de la ciudadanía trabaja en lugares cerrados y temen ser víctimas de sus efectos gaseosos. Legendarias fueron las alubias con chorizo de Jacinto en La Cova de Santa María del Páramo. En La Encomienda y en el don Suero de Hospital se pueden degustar hasta que se colmen los paladares, unos platos sencillos, pero insuperables. De las alubias trepadoras, los fréjoles, son plato estival, en frío o en caliente, muy abundante en nuestras cocinas durante todo el estío. El garbanzo es el grueso de la olla podrida. En nuestros barriales soleados de Oteros, Sequeda, Maragatería y arribas del Órbigo se producen algunas de estas maravillosas perlas. El potaje ha sido durante siglos dieta diaria en nuestros llares. Garbanzos (a ser posible de pico pardal, afamados los de Valdeviejas) para el mítico cocido maragato, para el común o leonés (magníficos los de Ambasaguas del Curueño o el de Cimanes), garbanzos con callos, en ensalada, en el cocido de viernes con arroz y bacalao... Garbanzos a reventar por los que hoy hay ya gente que se mete seiscientos kilómetros entre pecho y espalda con tal de darse el gustazo. Y si no que se lo cuenten en Casa Lucinio en Santiago Millas, en la centenaria Peseta de Astorga o en la inaccesible mesa de Maruja en Castrillo de los Polvazares. Otra legumbre casi extinguida ha sido la diminuta lenteja pardina de los Oteros, canela de las lentejas que en cada grano guardaba la reciedumbre de los campos góticos. Las hemos paladeado a base de bien en alguna casa familiar de Matadeón ¿Y que sería de nuestra gastronomía sin el omnipresente ajo? ¿Se entenderían las sopas de ajo, el congrio y el bacalao al ajoarriero, el pulpo, la liebre al ajillo, los múltiples guisos y sofritos, la escarola de navidad? El allium es la planta obligatoria en cualquier cocina leonesa. Sus ristras una tarjeta de visita que espanta los malos espíritus y predispone alegremente los estómagos. El día de Santa Marina, en la misma, pero del Rey, en julio, y desde el medievo, se celebra una fiesta de exaltación de ese ser con dientes que sólo ladra y nunca muerde; y que nunca nos falte, aunque no podamos ver al rey. Digo esto del rey porque, según don Manuel Durruti, que es el hombre que más sabe de cosas verdes que se puedan comer, los primeros Borbones no daban audiencia a quien hubiese comido ajos ni aún siete días antes. ¡Estos gabachos siempre tan finolis! Olor grabado en las generaciones La berza o el repollo ha sido brassica muy sostenedora de la población europea, sólo hay que recordar el chucrut de berza fermentada. Entre nosotros lógicamente también. El olor de su cocimiento expandido por el pueblo o la ciudad está grabado en muchas generaciones de leoneses. Un amigo farmacéutico venido del sur afirma que la ingesta de esta verdura ha preservado nuestros estómagos de los abusos del pimentón, que si no lo normal sería tener, en vez de tripas, una ceranda. En Cacabelos se come un reconstituyente bacalao con repollo en navidad. Al huerto familiar, en muchas partes de León se le denomina, muy poéticamente, jardín. En él, amén del sacrosanto ajo, encontraremos una antología de despensa verde: pimientos, tomates, repollos, fréjoles, calabazas, pepinos, guisantes, grelos, laurel que es el árbol de Dafne, de la victoria y protector del rayo, acelgas, lechugas, perejil, alguna lombarda y coliflor, escarolas plantadas en agosto, cebollas de invierno y de verano, dulces y picantes; también mucho puerro, que es hortaliza blasonada en Gales y fálico símbolo de victoria entre ingleses. De puerros, aunque el Cea se lleve la fama y don Jesús Torbado lo exalte como bocado benedictino, hoy por hoy saben mucho más de él en Villares de Órbigo, también llamado pueblo de los porreteros. Aunque el porreto no es lo mismo que el puerro sino el retoño de la cebolla. Un suculento manjar que los catalanes llaman calçot y que celebran festivamente en las plazas públicas a la llegada de la primavera. Aquí, ya ven, es una escondida hortaliza de pobres y menesterosos. Y qué más auténticos frutos de la tierra que las propias frutas. No es León, salvo el Bierzo y algunos valles microclimáticos, el edén de lo frutal, no obstante cuando cae un buen año, como el presente, salen a relucir arrobas de coloreados regalos. Insuperables ciruelas claudias en La Cepeda, uvas de san Juan en los huertos ribereños, peras de don Guindo, de Roma, de Napoleón, blanquilla o muslo de dama y de León (...las mantecadas de Astorga y las peras de León), compota de peras en Orellán, nueces en La Cabrera, cerezas picotas en Villafranca, brunos de Adrados, Kiwis y pavías en Corullón, matucones del Tuerto, deliciosas tartas con Piñones de Tabuyo, por doquier viejos manzanos de reineta, morro de liebre, golden o verdoncella (manzanas de derrita en manteca de cerdo y con azúcar), higos y brevas de Molinaseca, guindas frescas o en aguardiente de Santibáñez de la Isla , avellanas de Sajambre, madroños de Canedo, almendras para la tarta de Santiago o para la sopa navideña en Cacabelos, frambuesas -recientemente- en Valduerna y maragatería, naranjas amargas de Babia, morales también en el país de maragatos, membrillos y granados en Quintanilla de Sollamas, castañas para cremas, para crudo o para asar sobre las corras allí donde hubiese minería romana, por ejemplo en Villaviciosa de la Ribera o en Castrocontrigo... Frutas, frutas por toda la provincia, minifundistas y delicadas frutas, pero con todo el poder de las esencias que superan nuestro clima. San Franciscos Pero no sólo lo cultivado ha merecido el aprecio de nuestros bandujos. Silvestremente la naturaleza esparce sus dones para que podamos transitar cual san Franciscos tomando refrescantes acederas, hacer mermelada o vino de arándanos, especiando o aromatizando con romero, tomillo, zarzamoras en crudo o en mermeladas, los exquisitos y muy ecológicos berros en ensaladas, infusiones de tila (como la contundente de Caín), la diurética ortiga, de menta piperita en Antoñán del Valle, la manzanilla de San Feliz, la tisana, mermelada o colorante del saúco, el pseudo café de las tostadas raíces de la achicoria, las infusiones o los tiernos brotes del lúpulo que Cándido el de Segovia utilizó para realizar tortillas de primor, la crema de bellotas, el té de Nocedo de Curueño, el quebrantapiedras de las torcas de Barrientos, el ejército de setas desde el níscalo común a la amanitas cesárea (sabrosas setas con ternera en Quintana de rueda) y así un frutal ecétera. ¿Se le puede pedir más a la naturaleza leonesa? Vinos de inmemorial fama Sí, sólo un poco más para pasar alegremente la existencia: el fruto de la vid y del trabajo del hombre. De inmemorial fama son los vinos leoneses, un poco retrasados en el último asalto mercadotécnico, pero no por ello menos imprescindibles que el que más. Uva de mencía, alicante, palomino, jerez, valenciana, moscatel y malvasía en El Bierzo. Uva de prieto picudo, tempranillo, garnacha, godello, bermejo, tinto toro en el centro y sur de la provincia. El vino como alimento, como medio para olvidar el penar humano y tocar la flauta divina. No hay pueblo ni en el más alto pueblo de Ancares que no tenga su majuelo o barcillar. El vino como medida de penas y alegrías (las penas vinales de los concejos), la taberna del concejo el bien más mirado de la colectividad. Vinos para pagar diezmos, alcabalas, millones, impuestos a las manos muertas. Vino para dar sentido a la vida, para celebrarla. Enriscados, chispeantes, dulces de frutas y terrenos centenales, vinos de León, sangre de León. Un acto litúrgico Feraz tierra madre esta nuestra. Sana y pródiga que ha alimentado, ¡y de qué manera! a un viejo pueblo de más de mil cuatrocientos pueblos, ¡qué barbaridad!, que la aman (no lo dudo), pero no lo demuestran suficiente. No es de extrañar que en esta provincia donde comer es más un acto litúrgico de hospitalidad y comunalidad que en otras muchas de fama mejor vendida; no es de extrañar que sea aquí, en el archivo catedralicio donde se conserve el primer documento de lengua romance de la península, es decir de la lengua de león, que fue esa lengua tras la que ha de venir la Unesco a recordarnos, a los avergonzados leoneses, que sigue siendo lengua, aunque en trance de desaparecer: el leonés, las hablas del leonés. Y que ese documento sea sobre comida, en concreto sobre quesos, es algo que delata en lo venimos pensando los leoneses desde illo témpore, es decir desde que aquí alguien se paró a vivir porque lo consideró bueno para sus hijos.

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