Diario de León

CANTINA DE DARÍO

La evocación de las viejas tabernas

CUEVAS

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???? MARCELINO CUEVAS | texto
León

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|||| La vieja salamandra de hierro colado que reparte su sano y generoso calor en las gélidas jornadas invernales, ruborizándose como una joven hermosa ante un piropo, abandonará su lugar de privilegio en el centro de la Cantina de Darío mediada la Semana Santa, para dejar espacio a la apresurada presencia de los papones en la mañana del Viernes Santo. Negra oleada penitencial, cofradía de hambrientos que llegará a la carrera desde la Plaza de Santo Martino, aprovechando el descanso procesional, para confortar sus cuerpos cansados de pujar los pasos devorando con avidez el inevitable bacalao con huevos cocidos y, si a caso, unas raciones de pulpo o cecina de chivo y escanciar, con ancestral liturgia, unos campanos de buen vino de la tierra, chispeante y rojo como la sangre que mana del costado del Cristo. Papones que volverán luego, cuando la procesión se recoja en las primeras horas de la tarde, con el rostro desencajado por el esfuerzo de permanecer muchas horas bajo las andas y arrastrando del brazo a sus mujeres, cantarinas portadoras de las flores que adornaron al paso, para matar algún judío antes de buscar el bien merecido descanso. Esta vieja taberna, antes Ca¿ Benito, está ubicada desde tiempos inmemoriales en pleno cauce procesional, en la muy antigua y ahora muy renovada, calle de San Francisco, continuación, camino de Santa Nonia, de la tradicional y jacobea calle de la Rúa. Es la cantina lugar de bancos corridos y discreto reservado, de largas mesas y de alta barra coronada por una gastada piedra de mármol en la que han dejado su huella indeleble, en forma de profundos surcos, los millones de vasos de grueso vidrio que sobre ella han circulado y, dato curioso, se conserva con reverencial cuidado una marca pequeña, honda y redonda, que fue durante muchos años el lugar particular e intransferible del vaso del antiguo propietario. Aquí, el vino se sirve sin ceremonias, con honesta limpieza y una enorme sonrisa, es el mismo vino retozón de siempre, el que no sabe de añadas, ni de quiméricas catas. Huele a los soleados oteros donde se crió, sabe a leyendas urbanas gestadas por el tiempo en el laberinto recoleto del Húmedo, y tiene el color ardiente de la vida que transcurre con irreversible fatalidad sobre el dintel de piedra berroqueña que guarda la puerta, repulido por las pisadas de los parroquianos. Un vino proletario en el que se ahogan las penas inconsolables, las absurdas congojas cotidianas y los resabios de enamoramientos frustrados. Esconde Darío, hombre campechano nacido en la comarca del Condado, su buen humor tras un poblado y negrísimo bigote que parece reírse de la despejadísima frente de su propietario. «Yo -dice el tabernero- hasta hace poco más de un quinquenio me dicaba a la profesión nómada de viajante en artículos de hostelería, fueron treinta años de recorrer mundo y acumular experiencias. Pero mi ilusión era encontrar un reducto tranquilo, como este, cargado de historia y de emociones, con las paredes totalmente empapadas de vivencias, con las vigas saturadas de canciones nacidas de los jarros vacíos, para poder ganarme honestamente la vida disfrutando de la conversación de los clientes, saciando su sed y poniendo remedio a sus hambrunas». A su lado, incansable, alegre, con inquebrantable dedicación a los fogones, su mujer, María, guapa asturiana de un pequeño pueblo cercano a Pola de Siero, que recita cada día con singular acierto el gastronómico romance de guisos, asados y fritos que recibiera en herencia bien guardada de su abuela. «Yo -comenta- hago los guisos como si fueran para mi gente, como si cocinara para los de casa, no creo que esto tenga ningún mérito». Pero sí que lo tiene, hay que degustar su bacalao, sus pucheros de alubias, lentejas, garbanzos, sus habas verdes rehogadas, sus patatas con costilla, sus albóndigas... para darse cuenta de que allá en los verdes valles asturianos se crió una gran cocinera. María tiene el mérito añadido de la sencillez, porque si crear ampulosas sinfonías culinarias poniendo en contribución del éxito un sin número de delicias, especias y condimentos, es arte de más que difícil ejecución, hacer que ollas, potes y sartenes interpreten seductoras canciones con sólo los pocos ingredientes que pueden encontrarse en la despensa de cualquier ciudadano de a píe, es casi un milagro. El plato estrella de la casa, no podía ser de otra manera una vez conocidos los antecedentes, es el cocido, el recio pote leonés que en los últimos años se ha convertido en la gran figura de la gastronomía de estas tierras, que ha pasado mágicamente de ser recurso de pobres a ser lujo para gastrónomos. Si quiere degustar el cocido de los martes en la Cantina de Darío debe reservar mesa con antelación, o tendrá hacer cola. Pero para la cocinera su gran especialidad es la tortilla guisada. «La gente se chupa los dedos, -nos comenta- de todos los guisos que hago es el que más alaban y la verdad, no es por que la haga yo, pero está buenísima, como la de escabeche, que también me piden mucho». En la Cantina de Darío no hay posibilidad de elección, se preparan cada día un primero, un segundo y un postre, se sirven con esmero y se cobra por el menú completo la módica cantidad de 7 euros. En la rotación de este menú figuran todos los platos de los que hemos hablado y muchos más, «no se le olvide decir -nos interrumpe Darío- que el día que ponemos pescado, es pescado de verdad, fresco, que tenemos embutido de confianza, sin conservantes y ni colorantes, cecina de chivo importada de Vegacervera, y que el café es de puchero», dicho queda. En la decoración de la vieja taberna tiene una clara preponderancia la parafernalia semanasantera, retratos de Vírgenes dolientes, desgarradoras imágenes de Cristos torturados fotografías de papones negro invadiendo la calle de San Francisco... pero hay también colgaduras más sorprendentes, como una banda bordada de la Tuna y un pequeño cuadro, debido a los pinceles de Juan Lesmes, dedicado a las afamadas escuderías de fórmula uno, Ferrari y Renaul, que nos señalan que aquí, además de papones, se reúnen otros grupos, como el de pulso y púa de los tunos y una numerosa peña de fanáticos de los bólidos de carreras. La entrañable taberna tiene mucha más historia, pero aquí tenemos que cerrar capítulo, y lo hacemos con el regusto picantón del bacalao, una gran taza del café de puchero y un transparente copazo de aguardiente de orujo berciano.

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