Diario de León

El solitario de Palanquinos

Cecilio Burgo-Gar | Es difícil encontrar otro pintor leonés que penetre, como Burgo-Gar, en el paisaje mesetario leonés y en la soledad humana. El artista tuvo una vida tan corta como llena de complicaciones

RAMIRO

RAMIRO

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VICENTE M. ENCINAS | texto
León

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En la cabecera de la meseta de Castilla, ya cerca de las montañas, dos pueblos de tierra parda rompen, con dispar intensidad, la monotonía y el acorde repetido de la estepa: El Burgo Ranero y Villamuñío. En 1915, en la meseta no había más que espejismos de mierda sublimada y niebla envenenada. La filoxera exterminaba los espacios verdes de las zonas vinícolas y el terruño se volvía ocre y blanquecino por heladas y canículas. Centenos y altramuces resistían heroicamente las cornadas extremas del clima. El 9 de febrero de 1915, en El Burgo Ranero, nació Cecilio García Pérez. Hijo de un obrero molinero, su vida estuvo marcada desde el principio, en las llanuras de la meseta, por la pulsión que despiertan los colores de la tierra y la música blanca, sin arpegios, de molturadoras y muelas. Cuando, en su primera juventud comenzó a firmar sus cuadros, nombre y apellidos serían reducidos a Cecilio Burgo-Gar. La identidad personal quedó, en cierto modo, suplantada por el nombre del pueblo mesetario donde nació; o mejor dicho, se convirtió en un elemento del paisaje, condición necesaria para comprender su pintura y su tragedia vital. Peregrinó, arrastrado por la familia, de molino en molino. Pintó de niño sobre cortezas resecas de castaños y abedules de los arroyos que circundaban los molinos de Pola de Lena. Hasta 1933, Burgo-Gar convirtió en murales las paredes enjalbegadas de harina de la aceña de Mansilla Mayor y del «Molino de los Curas» de Mansilla de las Mulas. El triqui-traque y el ronroneo del rodezno, de las piedras volandera y molinera le servían de fondo de inspiración. Aquellas pinturas fueron carcomidas por el polvo molinero, mientras su padre cobraba la maquila. Bellos paisajes de tapias derruidas, de tierra amarillenta, de árboles encorvados sobre su expresión mortecina, de hombres de sementera y trilla salieron, con vida efímera, de los pinceles de Burgo-Gar, que aún no había cumplido los dieciocho años. El hijo del molinero recorría también los bares y cafés de los pueblos de las dos riberas, mendigando el encargo fácil, ofreciendo su arte por migajas de subsistencia. Nuevos cielos, horizontes de guerra Apenas había cumplido 19 años (1934), cuando las aceñas y los recuerdos de El Burgo Ranero lo asfixiaban, le constreñían a una repetición monótona de temas y experiencias. De repente, rompió el horizonte que lo ataba a la tierra y se fue en busca de nuevos cielos, nuevas luces, nuevas técnicas que iluminaran su mundo interior y su gran sensibilidad artística. Había abierto brechas de esperanza en la niebla envenenada de necesidad y renovación que lo envolvían. Retraído y solitario, como siempre fue, cuando los chopos del Esla nevaban la ribera, sin decírselo a nadie, se fue andando, por trochas y caminos de piedras sueltas, hasta Madrid. A punto estuvo de perder la vida. Hambre, cansancio y miseria jalonaron el largo camino en busca de ilusiones que se tornarían fallidas. En Madrid se dedicó a copiar cuadros del Museo del Prado y de otras galerías. Con la venta de las copias fue míseramente subsistiendo y pagándose las clases de pintura en la Escuela de Artes Aplicadas. Se bañó, ansiosamente, en las corrientes e inquietudes pictóricas del Madrid republicano y prebélico. Profunda fue su frustración y decepción, al no encontrar las líneas maestras en las que encajar su mundo estepario y su propia sensibilidad artística. Columbró horizontes, presagió fantasmas donde la luz y los colores jugarían amablemente, con nuevas técnicas, sobre sus dilatados campos leoneses con árboles y figuras. Pero, cuando estaba a punto de rasgar la niebla que le oprimía, estalló la Guerra Civil (1936). Otra vez el retorno a la caverna. Otra vez obligado a mezclar el arte con la furibunda pugna del momento. Otra vez la huida hacia adelante. Pintó carteles duros, expresivos, reivindicativos de libertad y derechos, que adornaron las calles del Madrid republicano. Patéticos rasgos de tragedia y de guerra, que herían la vida e incitaban dramáticamente a la lucha, proyectaban el color de sus composiciones. Todos se perdieron en el Madrid que perdió la guerra. El hambre y la penuria comenzaron a barrenarle los pulmones. Primero en la trinchera, luego en la buhardilla bombardeada. Solo, siempre solo, mendigó sobre despojos y ruinas, con sus pinturas al pecho. El retorno a la caverna primitiva En 1944, enfermo y fracasado, con la paleta rota y los pinceles sin cerdas, después de diez años de fracturas en el alma, regresó y se metió en la casa paterna que la familia tenía en Palanquinos. Los primeros días fueron de dudas, de indecisión nerviosa e inquietante. Pensó emigrar a México. Pero la enfermedad y la oscuridad del porvenir le hicieron desistir del viaje. Al poco tiempo asumió la decisión más drástica de su vida. Se encerró en la caverna, se desterró en su propia existencia y comenzó a pintar frenéticamente, en aquella pobre habitación de Palanquinos, que no irisaba la luz y los colores. Revitalizó sus vivencias y convirtió las sombras en ideas propias, luminosas, creativas. Se abrió al camino de los dioses. En la caverna iluminada se encontró a sí mismo y, a la vez, se encontró con un poder renovador de su propia pintura, que era también un revulsivo potente en la mortecina prospección artística del momento provincial. Su encierro denotaba la protesta agria y ocre contra la sociedad, contra el academicismo reinante de la pintura dura y controlada de la postguerra. Le nacieron elementos nuevos de garra y sensibilidad que le adentraron, con justicia, en las vías convulsivas de la modernidad. En ese momento vislumbró una perspectiva tan prometedora que, sólo su muerte anunciada, fue capaz de frenarla. Convertidas en ideas lúcidas, las sombras que vagaban por los campos y en los hombres del terruño, se lanzó a producir, a pintar en dimensiones nuevas y a abrir su mercado de subsistencia en la capital leonesa. Son seis años de esfuerzo agitado, en la más absoluta soledad, en el silencio de la caverna, arrancado la oscuridad, la luz y el color, en un diálogo consigo mismo, monótono, ininterrumpido, fascinante; roto sólo por aquella tos diminuta y seca que le rasgaba las entrañas. No es extraño que Victoriano Crémer, en sus artículos, le bautizara como «el solitario de Palanquinos». Una catarsis fructuosa se había operado en él. La imperiosa necesidad de vivir y la sólida resistencia a morir se convirtieron en aliados de una vitalidad forzada, de una vida derramada, de una pintura esparcida. Colgó, en 1945, donde en aquel tiempo se podía, cincuenta y cinco cuadros que denotaban limitaciones en el formato y en el soporte, impuestas por la necesidad y la pobreza. Algunas de aquellas obras alcanzaban, ya, un logro definitivo y pleno, mientras otras desbrozaban un camino de búsqueda, con clara seguridad, en la verdad del paisaje leonés y de sus hombres. Calidad y recreación se conjugaban en medio de innegables valores. Los títulos de los cuadros eran significativos: Crepúsculo tormentoso, La nevada, Bautizo en Palanquinos , que obtuvo el primer premio de la Diputación, La tempestad, El corral, Catedral con luna, Lirios, Paisajes de Palanquinos, Mendigos... Los cuadros de sus dos exposiciones de 1947 alargaban la profundidad de los planteamientos en el rastreo, luminoso y serio, de la ruta emprendida. En ellas aparecía solamente el paisaje amarillo de la tierra y unos hombres que la pisaban y se confundían, en su soledad, con ella. La crónica provincial del momento nos habla de «un triunfo resonante». La cercanía de la muerte le apremiaba. Los días eran contados y la necesidad seguía sin despejarse. Pintó, a toda prisa, carteles de las fiestas de San Juan; iluminó, con sus colores, la revista leonesa Arte y realizó las pinturas murales que adornaban las puertas de la Plaza de Toros, inaugurada el día 27 de junio de 1947. El coso se fue deteriorando y necesitó un maquillaje de fachada, hace pocas lunas. Borraron cruelmente las pinturas (me reservo los nombres), y dejaron que el viento de los tiempos arrancase, como cáscaras resecas, aquellos toreros de ágil movimiento, que habían cobrado vida al fundir su imagen y sus muletas con el mortero recién hecho. Los tres últimos años de su vida (1947-50) fortalecieron, aún más, su clausura voluntaria. Un encierro elocuente y trágico en la búsqueda de una verdad iluminada por el alumbramiento mayéutico y acabada por la conquista personal. Pintaba y pintaba si poder controlar la luz que se le escapaba de las manos y los óleos. Pero pintaba, no sólo para dar salida a aquella dotación privilegiada y venturosa, sino también para sobrevivir un poco más, para agarrar aquello que la sociedad y la vida le negaban. Los sábados salía de la caverna, aquella habitación de luz cenicienta de Palanquinos y acudía, en el tren, hasta León, en busca de mecenas, convertidos en agiotistas o chamarileros, que le regateaban, a modo de beduinos del desierto, unas míseras pesetas. «Aquellos que adquirieron alguna de aquellas obras de urgencia, dice Crémer, no se daban cuenta de que lo que estaban haciendo era recogiendo el oro que uno de los pintores más puros, más fundamentales de la pintura leonesa, iba derramando por un sendero de lágrimas y de frustraciones». El 4 de febrero de 1950, entre los estertores de la tisis y el olor a trementina, falleció y fue enterrado en Palanquinos. «Le murieron y su miseria debe pesar sobre la conciencia de los leoneses». (Crémer). Aún no había cumplido 35 años. Hoy en día, sus pinturas, que no llegan al centenar, se encuentran en la Cámara de Comercio, en la Diputación Provincial, en Arte Club y dispersas y perdidas en casas particulares. Recatarlas y catalogarlas supone una labor bella, pero ingrata. Espero que no emigren o desaparezcan, como sucedió con las tablas de otro universal y gran pintor leonés del siglo XV, el maestro de Palanquinos, que también pintaba procesiones y bautizos. La obra de Burgo-Gar es un caminar apresurado y extremado por encontrar no se sabe qué, hasta los seis años antes de su muerte. A partir de 1944 es una carrera de fondo y luminosa que truncó el golpe a destiempo de la muerte. En este corto tiempo, sus obras demostraron, con apasionamiento y evidencia, que Burgo-Gar era un pintor incuestionable y marginado, de conquistas acabadas, con un foco encendido bajo el celemín. Afirmación anómala y rara, de difícil explicación, si se tiene en cuenta las dos coordenadas que agarrotaban su producción: el destierro plano y obligado y la penuria angustiosa que padecía. Es cierto que su obra inició un camino de apertura, de aportación inédita a la renovación de la pintura plástica y aunque la muerte apagó la fuerza incontenible hacia la plena madurez y la modernidad, muchos de sus cuadros encontraron «su manera definitiva» y son piezas claves en la pintura leonesa. Tres temas acapararon el impulso creador de Burgo-Gar: el paisaje mesetario leonés; el hombre del paisaje o la soledad humana abstraída de la tierra y la composición marginal de bodegones. En cuanto al paisaje leonés, El Burgo Ranero y especialmente Palanquinos, Burgo-Gar logra la más ajustada sensibilidad interpretativa del mismo y alcanza la más alta cota de calidades pictóricas, al recrear tierra e impresiones, con seguridad deslumbrante. Es difícil encontrar otro pintor leonés que penetre en las arterias invisibles de «la tierra amarilla y caliente, del cielo limpio, de los colores jugosos de gracia y empaste»; del cavón y de la arcilla triturada; de tapias de adobes desconchadas; de árboles floridos o mustios, distorsionados por la fuerza persistente del viento y del tiempo; de la humilde escoria y vida recreada. En cuanto al hombre, la figura humana insertada en el paisaje, forma parte inseparable del mismo. No se entienden casas de adobe, iglesias y torres emergentes, tapias derruidas..., sin las diminutas formas humanas que deambulan silenciosas o trabajan en la era, en el soto, entre rispiones y arcillas recalentadas. Las figuras arrancadas del paisaje, figuras de inmensa soledad, de lúgubre tristeza que explotan sobre fondos sin luz, sin esperanza, representan el autorretrato multiplicado del autor. Los bodegones, que pintó en la calma transitoria, reflejan la ubicación justa y precisa, la candidez ingenua y sencilla, que Burgo-Gar extraía dulcemente, con sensibilidad de misterio de sus tinieblas y de su silenciada tragedia.

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